Por Germán Ayala Osorio
El grotesco acto público del
congresista Miguel Polo Polo con el que se burló del dolor de las víctimas de
los crímenes de Estado (falsos positivos), la designación descomedida de exjefes
paramilitares como gestores de Paz por parte del presidente Petro y el fallo
absolutorio de primera instancia a favor de Santiago Uribe Vélez, procesado por la conformación del
grupo paramilitar de los 12 Apóstoles de Yarumal (Antioquia), ofrecen pistas
muy claras de las dificultades o talanqueras culturales que como sociedad y
Estado afrontamos para pasar las dolorosas páginas que escribieron con sangre
los actores armados, legales e ilegales, y poderosos agentes económicos de la
sociedad civil, durante más de 50 años de conflicto armado interno.
Esas barreras culturales están
soportadas en por lo menos cuatro factores: el primero, la debilidad del
aparato de justicia, permeado por la corrupción de jueces y magistrados (el
Cartel de la Toga, por ejemplo), a lo que se suman las presiones de las que son
objeto los operadores judiciales al momento de fallar en derecho. Bajo esas circunstancias,
terminamos como sociedad viendo a jueces y magistrados que temen a poderosos
bandidos de cuello blanco porque están parapetados en fueros y dignidades
cargadas de ilegitimidad y en relaciones familiares que terminan por debilitar
la majestad de la justicia y las de otras instituciones estatales. La carrera
judicial en el país está permeada por enrarecidos intereses de clase, recomendaciones
y favores que en algún momento deberán ser pagados con fallos absolutorios o
condenas amañadas.
El segundo, la ideologización
del dolor de las víctimas y las responsabilidades de los victimarios que le
sirve a específicos agentes del establecimiento colombiano y a otros de
reciente aparición pública para deslegitimar la operación de los dos modelos de
justicia que hoy operan en Colombia y repudiar a las familias que reclaman justicia
punitiva, o por lo menos verdad, reparación y no repetición en el marco de una
justicia restaurativa. Al convertir los padecimientos de hombres y mujeres
violentados por paramilitares, militares, empresarios del campo y guerrilleros
en un asunto ideológico, las víctimas pasan rápidamente a ser objetivo militar,
político, judicial y de burla por aquellos agentes de la derecha que siguen instalados
en la doctrina extendida del enemigo interno.
Un tercer elemento tiene que ver con la
construcción de la verdad y la memoria histórica. Al tratar de edificar una
versión oficial, plausible y verosímil de lo acontecido durante 50 años de guerra interna, los dos anteriores factores se juntan para impedir su aceptación, lo que imposibilita las
acciones de perdón, arrepentimiento y la aceptación universal de esa verdad. De esa manera, esas y otras vicisitudes
por las que pasan los procesos sociales, políticos y jurídicos pensados para construir
verdad y memoria histórica terminan por evitar reconciliarnos. Y un cuarto factor tiene que ver con la
consolidación de una fuerte animadversión hacia todo lo que huela a paz. Hablar
de paz en Colombia es sinónimo de impunidad y debilidad estatal, lo que despierta
las más airadas reacciones de aquellos sectores sociales que insisten naturalizar
la ya histórica división moral entre buenos y malos, estadio de fraccionamiento
que se profundizó desde el 7 de agosto de 2022 y que, por lo visto, se tornará
perenne.
Mientras estos cuatro factores sigan
instalados en las prácticas institucionales privadas y estatales, así como en las
representaciones sociales de millones de colombianos, la construcción de una
paz estable y duradera no solo seguirá siendo una quimera, sino el más fuerte
obstáculo para minimizar los riesgos de vivir juntos en una democracia
imperfecta, en una sociedad moralmente confundida y en un Estado que viene
operando bajo criterios corporativos, en contravía de los derechos del
colectivo.
El congresista Polo Polo dejó ver su estolidez en todo su esplendor. A él, gracias por dejarse ver como hijo legítimo de la Colombia premoderna, ignorante y empobrecida culturalmente que no nos deja avanzar hacia estadios civilizatorios superiores; designar a los paramilitares como gestores de Paz sin que hayan aportado verdad, justicia, reparación y no repetición constituye un acto desproporcionado de parte del presidente de la República. En particular, en el caso de Hernán Giraldo, alias Taladro, un depredador sexual que violó niñas y adolescentes mucho antes de que apareciera la canción +57 en la que se alude al frecuente deseo sexual de cientos de machos hacia las niñas de 14 años. En cuanto al fallo absolutorio proferido por el juez Jaime Herrera Niño, las dudas jurídicas y de otra índole le hacen mucho daño a la imagen de la justicia colombiana. Su fallo niega lo investigado por la JEP y otros agentes que dedicaron años a develar quiénes están detrás de los 12 Apóstoles. Lo cierto es que todos los grupos paramilitares, incluido el de Yarumal, asumieron la violación de los derechos humanos como un apostolado socialmente aceptado y admirado.
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