Por Germán Ayala Osorio
Como animales simbólicos que
somos, las banderas, los himnos e incluso las arengas, siempre van a estar
presentes en nuestros relatos, en la historia local y por supuesto, en las
memorias individuales y colectiva. Y es así, porque dan cuenta de hechos reales
o de realidades imaginadas que de todas maneras están cruzadas por el espíritu
humano, la ética-estética y la tarea objetiva de conocer y comprender el mundo
de las cosas.
Hay banderas que cuando se
ondean, generan reacciones violentas en unos sectores sociales y de poder, mientras
que en otros sirven para evocar momentos inolvidables de felicidad, luchas
ideológicas e incluso de dolor, asociados a los principios y objetivos sobre
los cuales esa bandera fue usada como estandarte político y militar.
La bandera del M-19 es hoy, después
de más de 30 años del proceso de paz entre la guerrilla del mismo nombre y el
Estado colombiano, un elemento más que acrecienta la división, el
distanciamiento y la animadversión entre la derecha “premoderna, vetusta y
anacrónica” y el presidente de la República, Gustavo Petro, como persona y
figura política.
Claro que el presidente de la
República es un provocador. Y lo es, porque no abandonó jamás su espíritu libertario,
revolucionario y confrontador del poder hegemónico. Si hubiese querido
abandonar sus ideales, entonces ya habría sido recibido en el Centro Democrático,
partido-secta del que hacen parte varios de sus compañeros de lucha, que
optaron por entregarse al establecimiento que una vez decidieron combatir.
Petro dedicó una parte importante
de su juventud a consolidar las ideas con las que irrumpió el M-19, después de
que Misael Pastrana Borrero le robara las elecciones a la ANAPO en 1970. Petro se siente orgulloso de su pasado y eso
es posible que no lo logren entender sus detractores, quienes creen que la guerrilla
ha sido el único problema del país, porque de manera taimada y maliciosa ellos
mismos optaron por evitar no reconocer que las más graves problemáticas del país
surgen de la corrupción público-privada y de la captura corporativa del Estado,
que devienen históricas y anteriores al levantamiento de las guerrillas en los
años 60.
Quienes atacan y descalifican al
presidente por agitar ese banderín de la lucha armada y revolucionaria que
Petro dio junto a Navarro Wolf, Marcos Chalita, Rosemberg Pabón, Vera Grabe,
Toledo Plata, Iván Marino Ospina y Bateman Cayón, entre otros, lo hacen porque
quizás nunca en sus vidas se vieron tentados u “obligados” a buscar en la lucha
armada los cambios que este país necesita desde sus inicios como República.
Los enemigos de Petro y quienes
se molestan al ver que el presidente le recibió las banderas de Colombia y del
M-19 de manos de uno de los cientos de miles de compatriotas que lo escucharon
en la Plaza de Bolívar este primero de Mayo, reducen el papel político-militar
de esa guerrilla a la toma del Palacio de Justicia, hecho execrable que jamás
debió ocurrir. Sin duda alguna, un hecho
criminal y una errada acción político-militar que terminó con la muerte de
magistrados, empleados de la cafetería y visitantes a ese edificio, recuperado
horas más tarde, a sangre y fuego, por el Ejército, bajo la idea poco creíble
de “defender la democracia”. La frase
exacta del entonces coronel Plazas Vega fue: “aquí, defendiendo la democracia”.
Al reducir la democracia a un edificio, el coronel de Caballería olvidó que él
también fue y sigue siendo un animal simbólico.
Esa cruel osadía condenó
socialmente a toda la dirigencia de esa agrupación armada ilegal y manchó su
historia en un país que ha preferido aplaudir, elegir y reelegir a los
corruptos, antes de sentarse a estudiar con juicio las diferencias sustanciales
que existieron y aún existen entre el proyecto político del M-19, ancorado a la
necesidad de profundizar la democracia en el marco del sistema capitalista, y el
que aún defienden el ELN y las disidencias farianas, orientado a revivir al viejo modelo socialista de la antigua URSS
o el “socialismo del siglo XXI” de la Venezuela de Chávez y Maduro.
A juzgar por las molestias
generadas por ondear la bandera del M-19, podemos decir que, para fortuna o
infortunio de la humanidad, seguimos siendo animales simbólicos; pero para
pesar de esa misma humanidad, hay que reconocer que, dentro de esa comunidad de
animales hay unos que optaron por quedarse en el pasado, como fuente inagotable
de su inquina, aversión, antipatía y ojeriza hacia quien, para bien o para mal,
es el presidente de la República elegido democráticamente.
Le sugiero a todas y todos aquellos
que se sienten morir de la rabia al ver ondear la bandera del M-19, que lean
con juicio a Ernest Cassirer. Aquí les dejo una cita: “[el hombre] no encuentra
un mundo de objetos físicos sino un universo simbólico, un mundo de símbolos. Debe
aprender, antes que nada, a leerlos, pues todo hecho histórico, por muy simple
que parezca, no se determina y comprende más que mediante un análisis previo de
símbolos”.
Esa bandera, el M-19, Petro, las
otras guerrillas; los paramilitares, las FFAA, las familias poderosas, la clase
política y cada uno de nosotros está envuelto en el universo simbólico de una conflicto
armado interno que nos ha permitido vernos en el espejo y ver en este la ignominia,
la inmoralidad, la estética de lo atroz de la que habla Édgar Barrero y la
estolidez de todos los guerreros; así como la complicidad e ignorancia de quienes a pesar
de saber de los horrores de esta guerra fratricida, prefirieron aplaudir al
bando de sus simpatías para sentirse más tranquilos moralmente. Toda guerra es
inmoral y la nuestra, sí que lo fue, lo es y seguirá siendo.