Por Germán Ayala Osorio
Si algo saber hacer el presidente Gustavo
Petro es incomodar a los momios del Establecimiento. Después de señalar en
Cali, en Puerto Resistencia, que Colombia debe ir hacia una Asamblea Nacional
Constituyente, los medios masivos hegemónicos se dieron un banquete periodístico
y político con la propuesta presidencial: les abrieron los micrófonos a los
agentes políticos que se oponen a las tres reformas planteadas por el gobierno,
encaminadas estas a tratar de profundizar la democracia y por ese camino, cumplir
con lo que señala la Constitución de 1991: que Colombia es un Estado Social de
Derecho.
La propuesta es a todas luces inviable,
por una razón fundamental que parece que Petro olvidó: no tiene las mayorías en
el Congreso. Mientras la derecha pasa el trago amargo que les hizo pasar la
simple propuesta, lo que tendría que hacer el gobierno nacional es avanzar en
la reforma agraria, la recuperación de las vías férreas, frenar la
deforestación de las selvas; en cuanto a las reformas, debe darle más poder a
la Superintendencia de Salud para esta entidad sancione con dureza a las EPS
que se nieguen a prestar a entregar a tiempo los medicamentos y autorizar los
procedimientos. Igualmente, crear una red de centros de salud en los lugares
más apartados del país.
Las resistencias al cambio de los
agentes del Establecimiento no son óbice para avanzar en otros asuntos en los
que se requiere la atención del Estado y que no necesariamente pasan o tocan
los temas de las tres reformas. Mientras tanto, los seguidores del presidente
deben entender que hay que prepararse desde ya para las elecciones de 2026. No haber
votado masivamente en las elecciones del Congreso le permitió a la derecha
conservar sus curules, las mismas que está usando para atravesarse a las
reformas.
Hay que comprender que con un
exguerrillero como presidente de la República (2022-2026), se resintieron los
cimientos conservadores, excluyentes y autoritarios de quienes lideraron el
establecimiento colombiano durante más de 50 años de guerra. La figura de Petro
presidente genera unas grietas por las que deberán por fin colarse las ideas
modernas que la élite feudal dominante jamás acogió, porque estaba cómodamente
instalada en la tradición, en el pasado y en la cultura dominante. O quizás,
plácidamente moviendo los hilos de un eterno estado de naturaleza. La conquista
del poder, por la vía democrática, del primer gobierno nacional de izquierda,
abre el camino para que Colombia se vea inmersa en una especial coyuntura
política, que muy seguramente irradiará a ámbitos como el económico, el social
y en particular, en el de la cultura. La llegada de Gustavo Petro a la jefatura
del Estado, después de haberse levantado en armas en su contra, le da un valor
innegable a la vida democrática, a pesar del cerramiento que la democracia
colombiana exhibió desde los tiempos del Frente Nacional. Pero también,
legitima los esfuerzos de paz que desde el Estado se emprendieron en el pasado
y los que se ojalá se pongan en marcha para lograr la desmovilización del ELN y
la de las disidencias de las extintas Farc-Ep, otoñales grupos armados que se
quedaron en el pasado.
Como líder carismático, Gustavo Petro
tiene la oportunidad, junto con los cuadros que lo acompañan ideológicamente,
de proscribir todos los procesos de estigmatización, persecución y exclusión que
la gran prensa aupó, siguiendo las narrativas violentas con las que se logró
demonizar a todo lo que oliera a izquierda. Si Petro y su gobierno cumplen con
lo más sustancial de lo prometido en campaña, será posible transitar los
caminos de una modernidad que lleve a la consolidación de una verdadera
democracia, pluralista y respetuosa de las diferencias y al nacimiento de unas
nuevas ciudadanías, más acordes con los desafíos que hoy, entre otros
fenómenos, nos impone el cambio climático y la crisis humana-ambiental
(civilizatoria) que abraza al planeta. Por eso no es conveniente distraerse
haciendo propuestas inviables, que solo sirven para molestar a la derecha.
La presencia de público en la Plaza
de Bolívar durante la ceremonia de transición de mando debe leerse en clave
cultural y política, en la medida en que Petro se reconoce como un líder
carismático, circunstancia esta con la que podría instaurar durante su mandato,
una democracia plebiscitaria en la
perspectiva de Weber, con todo y los riesgos que ello depara. Ello explicaría
no solo la presencia masiva y remota en
plazas y parques de centenares de sus seguidores, sino su genuina preocupación,
expresada en la frase “no les podemos fallar”. Petro Urrego sabe muy bien que
perder el carisma es fácil por cuenta de no satisfacer ampliamente las
expectativas y necesidades de un pueblo que tiene hambre y que ha sufrido la
exclusión de una élite “blanca” que jamás se conectó con sus aspiraciones de
ejercer una combativa ciudadanía política. Por el contrario, esa misma élite
construyó una relación de dominación con la que dio vida al más inmoral de los
asistencialismos y a la consolidación de un clientelismo que se extendió a
todas las esferas de la sociedad.
Baste con extraer algunas frases de
su conmovedor discurso, para entender la
dimensión de lo dicho, los mensajes cifrados que envió y los que están atados a
su lucha revolucionaria:
“Quiero decirles a todos los colombianos y
todas las colombianas que me están escuchando en esta Plaza Bolívar, en los
alrededores, en toda Colombia y en el exterior que hoy
empieza nuestra segunda oportunidad. Nos la hemos ganado. Se la han
ganado. Su esfuerzo valió y valdrá la pena. Es la hora del cambio. Nuestro
futuro no está escrito. Somos dueños del esfero y podemos escribirlo juntos, en
paz y en unión”.
Hoy empieza la Colombia de lo
posible. Estamos acá contra todo pronóstico, contra una historia que decía que nunca íbamos a gobernar, contra los de siempre, contra los
que no querían soltar el poder. Pero lo logramos. Hicimos posible lo
imposible. Con trabajo, recorriendo y escuchando, con ideas, con amor, con
esfuerzo. Desde hoy empezamos a trabajar para que más imposibles sean posibles
en Colombia. Si pudimos, podremos”.
Estamos ante una ruptura histórica
alejada moral, ética y democráticamente del quiebre institucional y cultural
que el país vivió durante el mandato de Álvaro Uribe Vélez. Entre 2002-2010
emergió un líder carismático como resultado de una invención mediática. Quizás Uribe pensó en que sus consejos
comunales de gobierno lo llevarían a liderar una democracia plebiscitaria o por
lo menos, a ejercicios de una democracia directa. Ni lo uno, ni lo otro. El
liderazgo del hoy imputado expresidente (1087985) estuvo fundado en el poder
los clanes regionales que lo respaldaron y que supieron cobrarle dicho apoyo,
por ejemplo, con la política pública Agro Ingreso Seguro (AIS). De la misma
manera, Uribe operó un Estado militarista, el mismo que terminó asesinando a su
propio pueblo (6402 falsos positivos). Por el contrario, el que encarna Petro
Urrego está fundado en el poder de un Estado cuya legitimidad no está anclada
exclusivamente en el poder de las armas
y en la persecución de aquellos asumidos como “enemigos de la patria”, sino en
el surgimiento de un Estado moralmente superior y obligado a comportarse como
un Estado social y democrático de derecho. Entre 2022 y 2026 veremos a un líder carismático y magnánimo, surgido
de las entrañas de la exclusión y de la lucha revolucionaria. Por lo anterior,
insisto en que Petro debe dedicarse a gobernar y dejar de soltar globos que el
grueso del pueblo no está en capacidad de entender sus alcances.
“Que la guerra contra las drogas ha llevado a los
Estados a cometer crímenes y ha evaporado el horizonte de la democracia.
¿Vamos a esperar que otro millón de latinoamericanos caigan asesinados y que se
eleven a 200.000 los muertos por sobredosis en Estados Unidos cada año? O más
bien, cambiamos el fracaso por un éxito que permita que Colombia y
Latinoamérica puedan vivir en paz”.
Si terminado su mandato, Petro pierde
el respaldo popular por haber incumplido las promesas de campaña, el hoy
derrotado régimen volverá a sacar el garrote disciplinante para asegurarse que
jamás la izquierda vuelva a poner presidente y arrebatarles el poder. Si,
por el contrario, logra consolidar una democracia plebiscitaria, dejará que sea
el pueblo el que defina su sucesor o la continuidad de su mandato.