Por Germán Ayala Osorio
Desde hace por lo menos 15 años
atrás – o quizás más- se viene consolidando un fenómeno al interior de las
universidades privadas. Se trata de la conversión del estudiante en cliente,
visto así por las directivas y el propio profesorado que se ve obligado a
aceptar esa condición para no poner en riesgo el trabajo. Esa condición de
estudiante-cliente está rodeada de unas nuevas realidades contextuales y decisiones
académicas que terminan por agotar a los profesores@s a los que se les viene exigiendo
actuar como recreacionistas-payasos capaces de cautivar a un estudiantado que
arrastra los vacíos conceptuales, el aburrimiento, las incertidumbres
generalizadas en un mundo caótico, el exceso de información que circula, nuevos
y poderosos distractores y la indisciplina del bachillerato, instancia que
junto a la crisis de la familia facilitaron la construcción de esa idea de
estudiante-cliente.
El estudiante-cliente cuenta con
la bendición y la consideración de las directivas de las universidades en la
medida en que como consumidor siempre tendrá la razón, frente a exigencias como
la lectura de libros, la entrega oportuna y de calidad de los trabajos
académicos, el respeto a las reglas del juego planteadas al interior de los
cursos, las llegadas temprano y por supuesto la asistencia a las clases.
Todo lo anterior está hoy mediado
por la IA, instrumento usado por el estudiante-cliente para “engañar” a los
docentes que en el pasado leían los ensayos con la expectativa de encontrar plagio,
práctica común dentro del ámbito universitario. El Chat GPT y otras formas más
avanzadas de consulta hacen estragos en la ya maltrecha relación estudiante-cliente
y profesor.
Recuerdo apartes de la carta de
renuncia que escribió Carlos Jiménez, profesor universitario, agobiado por
estas nuevas condiciones. En la misiva, que publicó en el diario El Tiempo en 2024,
en algunos pasajes se lee lo siguiente: “Desde que empecé mi cátedra, en
el 2002, los estudiantes tenían problemas para lograr una síntesis bien
hecha, y en su elaboración nos tomábamos un buen tiempo. Pero se lograba
avanzar. Lo que siento de tres o cuatro semestres para acá es más apatía y
menos curiosidad. Menos proyectos personales de los estudiantes. Menos
autonomía. Menos desconfianza. Menos ironía y espíritu crítico. Debe ser
que no advertí cuándo la atención de mis estudiantes pasó de lo trascendente a
lo insignificante. El estado de Facebook. "Esos gorditos de más". El
mensaje en el Blackberry… No sé. En esos tiempos lo importante, creo, era
discutir, especular, quedar picados para buscar después el dato inútil.
Interesaba eso: buscar. Estoy por pensar que la curiosidad se esfumó de
estos veinteañeros alumnos míos desde el momento en que todo lo comenzó a
contestar ya, ahora mismo, el doctor Google. Es cándido echarle la culpa a
la televisión, a Internet, al Nintendo, a los teléfonos inteligentes. A los
colegios, que se afanan en el bilingüismo, sin alcanzar un conocimiento básico
de la propia lengua. A los padres que querían que sus hijos estuvieran seguros,
bien entretenidos en sus casas. Es cándido culpar al "sistema". Pero
algo está pasando en la educación básica, algo está pasando en las casas de
quienes ahora están por los 20 años o menos”.
Se suma a lo anterior las
necesidades de padres de familia que envían a sus hijos a la universidad no
para que se formen en una profesión, sino para librarse del problema de
tenerlos en la casa sin hacer nada. A pesar del mal rendimiento, de perder
varias veces una o más materias o de cambiar de carrera, la universidad hace
ingentes esfuerzos para retener al estudiante-cliente, porque al final lo que importa
es que pague por estar en el campus. No más. Por esa vía se sacrifica la calidad académica,
al tiempo que se naturaliza la relación clientelar entregándoles a los
profesores@s la responsabilidad de darle manejo a esos estudiantes-clientes
vistos al interior como “casos complejos” por alguna condición mental, física
(motriz) o actitudinal.
Esos acompañamientos de los docentes
a esos estudiantes-clientes “especiales” son un factor más a la “carga” académica
de profesores que tienen 4 o más cursos, a lo que suman asistir a reuniones, planeación
de los cursos, leer ensayos, evaluar y calificar exámenes estandarizados que
también contribuyen a la baja calidad en la formación de los profesionales; y
los más comprometidos, buscar si los textos escritos de los
estudiantes-clientes se los escribió la IA.
¿Cuántos docentes universitarios
hoy en Colombia están camino a tirar la toalla como lo hizo en su momento
Carlos Jiménez? Renuncien o no, el estudiante-cliente llegó para quedarse.