Por Germán Ayala Osorio
Que “Colombia es la democracia
más antigua de América Latina” es quizás el imaginario colectivo que
más daño le ha hecho a los colombianos, cuando se trata de evaluar críticamente
los violentos gobiernos de Turbay Ayala (1978-1982), Uribe Vélez (2002-2010) e
Iván Duque Márquez (2018-2022). Sumando las dos últimas administraciones,
podemos decir, sin temor a equivocarnos, que fueron 12 años de un régimen que
violó sistemáticamente los derechos humanos de campesinos, comunidades
ancestrales, defensores del ambiente y los DDHH y los jóvenes que salieron a
protestar durante el estallido social de 2021. Durante el gobierno de Turbay Ayala se aplicó
el temido Estatuto de Seguridad. En los tiempos de Uribe, la también temida
Seguridad Democrática. Ambas políticas de represión, persecución,
estigmatización y muerte.
La manida frase deviene respaldada
en el hecho de que no hubo en el país rupturas constitucionales por la toma del
poder por parte de los militares, como las que soportaron países como Chile,
Argentina, Uruguay y Paraguay, para nombrar solo las del cono sur. Salvo la “dictadura”
de Rojas Pinilla, la democracia colombiana ha gozado de buena salud, eso sí, de la salud que conservadores y liberales le permitieron tener. Ha sido
una democracia restringida, procedimental y reglada, pero incapaz de garantizar
derechos colectivos e individuales de millones de colombianos que viven en la
pobreza y en la miseria.
El uso cotidiano de esa frase sirvió
para ocultar una realidad: hemos sido, por largos años, una narcodemocracia,
un narco Estado, esto es, un régimen democrático capturado por mafias
asociadas al contrabando de todo tipo de mercancías, incluidas las armas y al
narcotráfico. Eso en cuanto a la ilegalidad. En lo que respecta a la legalidad,
operan en Colombia mafias de tipo político, expresadas en la compra de votos,
el clientelismo, la financiación de campañas políticas y la captura de
instituciones del Estado de parte de corporaciones, clanes o familias políticas
que prácticamente privatizaron la operación estatal, evitando así que cumpliera
con lo prescrito en la Carta política de 1991.
Es en ese marco en el que debe
entenderse la frase expresada por el presidente Petro, que causó revuelo en las
redes sociales y los ámbitos mediático y político. El jefe del Estado dijo que “las
periodistas del poder, las muñecas de la mafia construyeron la tesis del
terrorismo en la protesta y la criminalización del derecho genuino a protestar
y a decir basta”.
Tratemos de desmenuzar el sentido
de lo dicho y lo no dicho por el mandatario de los colombianos. Como es evidente,
Petro hace referencia exclusivamente a mujeres periodistas. Curiosamente, algunas
de las periodistas que “brincaron” por aquello de “muñecas de la mafia” están
atadas a clanes políticos cuyos miembros han sido investigados y condenados por
actos de corrupción electoral; otros afrontan investigaciones por
paramilitarismo y homicidios.
Aunque el presidente de la República
evita dar nombres, él sabía muy bien que el guante se lo iban a calzar o a chantar específicas
periodistas que vienen confrontándolo política y mediáticamente. Ha sido tal el
hostigamiento que ha sufrido Petro y su familia, que las relaciones prensa
tradicional vs presidente de la República devienen marcadas por una fuerte, visible
y mutua animadversión. Estamos ante un tipo de violencia discursiva jamás vista
en el país recientemente entre un presidente de la República y el sector de la
prensa que defiende adentelladas eso que se conoce como la derecha uribizada.
La recién posesionada Defensora del Pueblo, Iris Marín, refutó la expresión del presidente Petro. Dijo la funcionaria- investida por el propio presidente de la República, que "No esperen de mí como defensora del pueblo que justifique el lenguaje discriminatorio o que estigmatiza a las mujeres. “No somos muñecas, ni instrumentos de nadie”.
Lo curioso del debate que desató
lo dicho por Petro es que nadie recoge la segunda parte de la frase. Es decir, a
nadie parece importarle que, durante el gobierno de Duque, siguiendo las
directrices de Uribe Vélez, se calificara la protesta social como “terrorismo
urbano”. De esa manera, Duque y su gobierno tomaron distancia de las más
mínimas garantías constitucionales y democráticas para consolidar un gobierno
de mano dura, que fue capaz de desaparecer muchachos, de sacarles los ojos a
por lo menos 60 jóvenes, de asesinar a otros tantos y violar mujeres durante el
estallido social. Videla y Galtieri, en Argentina, hicieron lo mismo. Pinochet
en Chile, con las “caravanas de la muerte”, hicieron lo propio. De igual manera,
Stroessner en Paraguay.
La expresión presidencial resulta
estigmatizante y profundamente machista. Hay allí una salida en falso del
mandatario que contribuye aún más a la crispación ideológica y política que vive
el país desde el 7 de agosto de 2022. Otra cosa es que Petro falte a la verdad
histórica que cientos de miles de colombianos quieren ocultar o no desean ver: que somos un
narco Estado, una narco democracia, y que la gran prensa, con o sin muñecas,
defiende de tiempo atrás a un viejo régimen de poder que se ha portado de
manera dictatorial, criminal, corrupta y mafiosa.
La reacción de Petro bien puede obedecer a que pasa por un momento de inestabilidad emocional a raíz de la salida intempestiva de su hija menor Antonella, por cuenta del matoneo y el hostigamiento contra la menor que lideraron periodistas y artistas mujeres.
Quizás va siendo hora de mirarnos
en el espejo de nuestra propia historia y reconocer que eso es lo que hemos
construido por acción o por omisión. Somos un país de bandidos: unos de cuello
blanco, otros vestidos de camuflado; otros con micrófono en mano. Sobre esto
último baste con recordar el listado de periodistas que hacían parte de la
nómina del Cartel de Cali. Dejémonos de sensiblerías y aceptemos que como
sociedad venimos confundidos moralmente y arrastrando taras civilizatorias y
democráticas.
Imagen tomada de petro - Búsqueda Imágenes (bing.com)
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