Por Germán Ayala Osorio
El odio visceral que expresa el
expresidente Álvaro Uribe Vélez hacia la JEP se explica en gran medida porque
dicho tribunal de paz está acusando a generales y otros altos oficiales del
Ejército que asumieron la política de seguridad democrática como la patente de
corso para asesinar jóvenes pobres e indefensos dentro de la práctica
sistemática de las ejecuciones extrajudiciales conocida como los “falsos positivos”.
El expresidiario y expresidente de
la República reduce maliciosamente el trabajo de la JEP a que apenas imputó a 64
miembros de las antiguas Farc-EP, mientras que los imputados de las fuerzas
militares ascienden ya a 147. No se trata de un asunto de números, el
asunto de fondo es sacar las “manzanas podridas” que llegaron a ese nivel de
descomposición por la politización e ideologización que Uribe exacerbó hasta
convertir al Ejército en su fuerza particular.
El ladino político antioqueño insiste
en que la Justicia Especial para la Paz (JEP) está debilitando al Ejército, de
la mano del gobierno Petro por las purgas que viene haciendo al interior de las
filas. Por el contrario, lo que están haciendo la JEP y Petro es reconstruir
moral y éticamente a una institución castrense que se lumpenizó de tal manera
que la desviación misional, como práctica cotidiana, se volvió paisaje, de ahí
el alto número de oficiales de alta graduación involucrados en crímenes atroces.
La discusión conceptual de fondo
debe darse alrededor de las maneras como se entiende y se aplica la doctrina de
seguridad nacional fondeada aún en la existencia de un conflicto armado interno
que Uribe redujo a una “amenaza terrorista” plegado a la cruzada antiterrorista
planteada por Bush después de los atentados contra las Torres Gemelas en
territorio americano. Al hacerlo de esa manera, Uribe desideologizó la lucha
armada al tiempo que convertía a todo el que pensara distinto, simpatizara con
las ideas de la izquierda, defendiera los derechos humanos y a la Naturaleza en
un nuevo enemigo interno.
Al quitarle el ropaje político e ideológico
de las sempiternas guerrillas les facilitó la tarea a los comerciantes de armas
al interior del Ejército pues la entrega de material de guerra a simples
bandidos les evitó a los militares entrar en el dilema moral de si estaban
traicionando o no a la patria. Acabar política y militarmente a lafar no
tendría que significar el fin de las múltiples formas de violencia asociadas a
la operación de las Farc-Ep. Por el contrario, su eliminación abriría el camino
para que los paramilitares fungieran como fuerzas patrióticas cuya función
sería evitar la llegada del comunismo y consolidar procesos de
disciplinamiento social en las zonas rurales dominadas por palmicultores,
azucareros, ganadería extensiva de muy baja producción y minería. Por lo
anterior, la política de seguridad democrática terminó casi que exclusivamente
aplicada y de manera violenta contra civiles (estudiantes, sindicalistas,
reclamantes de tierras, académicos, campesinos y periodistas).
Si en el 2026 Uribe logra poner
en la Casa de Nari a otro de sus “títeres” o de pronto a una "muñeca”, el primer acto de
Gobierno, de la mano del Congreso, será apostarle al desmonte de la JEP, cuya existencia
y operación está blindada por una política de paz de Estado. Para hacerlo,
buscará el apoyo político de Trump. Ya veremos si la nueva plataforma moral y
ética que entre la JEP y Petro están tratando de consolidar al interior del
Ejército es capaz de soportar el regreso de la seguridad democrática y con ella
la desviación misional de las FFAA que tantos réditos políticos le entregó a
Uribe y a la derecha.