Por Germán Ayala Osorio
El crimen de Sofía Delgado, como era de esperarse, desató el rechazo generalizado de la opinión pública, en razón a su mediatización y porque se trata de una menor de edad (12 años) vilmente asesinada.
Ahora que se cuenta con la
confesión de su victimario, Brayan Campo, de 32 años, entonces nuevamente la
pena de muerte o la cadena perpetua aparecen como exigencias de máximo castigo para el hombre que la
asesinó y abandonó en un cañaduzal. El populismo punitivo reaparece como varita mágica. Proponer la pena de muerte o la cadena perpetua como castigos ejemplarizantes en un
país cuyo aparato de justicia es frágil y en varios niveles de su estructura se
aprecia la naturalización de un ethos mafioso (corrupción), daría para que se
cometieran toda suerte de injusticias condenando a inocentes a morir, bien sea
en la horca o por la inyección letal. O quizás se proponga una reforma
constitucional en la que los declarados culpables por crímenes execrables como
el de Sofía, terminen asesinados a pedradas en la plaza pública. En Colombia
somos muy dados a enfrentar la barbarie, con más barbarie. Eso es típico de una
sociedad que deviene enferma y con procesos civilizatorios fallidos.
El victimario de Sofía tiene
antecedentes de abuso a menores, hecho que pone en el foco de la crítica a los
operadores de justicia y al propio sistema por cuenta de procedimientos y
decisiones que terminan favoreciendo a los victimarios con órdenes de libertad
condicional, prisión domiciliaria o vencimiento de términos. Un exceso de garantías para todo tipo de criminales, lo que incluye a políticos, empresarios y "gente del común" como el asesino de Sofía. Por casos como los
de Sofía Delgado, la narrativa punitiva le quita espacio a acciones reparadoras
propias de la justicia transicional con la que se apunta, por ejemplo, a darle
cierre a las atrocidades cometidas por guerrilleros de las Farc-Ep y militares
contra jóvenes y menores de edad abusadas sexualmente. Hay que recordar en este
punto los empalamientos que sufrieron decenas de mujeres por cuenta de los paramilitares y
las sistemáticas acciones de violencia sexual apuntaladas en la conversión de
las mujeres en botines de guerra.
Por supuesto que no estoy sugiriendo
que los responsables de crímenes contra niñas y niños reciban sanciones menores bajo el modelo restaurativo. Lo que quiero indicar es
que la fuerza punitiva del modelo de justicia imperante en Colombia no evitará
que se sigan presentando crímenes execrables como el de la pequeña Sofía. Esto
no se resuelve con la pena capital, ni con condenas de 60 años. Las acciones
temerarias y violentas de los vecinos que prendieron fuego a la vivienda del
feminicida de Sofía resultan contrarias a cualquier posibilidad de
poner por encima de la “maldad” del victimario, el “buen corazón” de los
vecinos que lloran la desaparición de la menor y que exigen que al asesino “le
caiga todo el peso de la ley” en un país en el que operó y quizás opera
aún un cartel de togados dispuestos a
vender fallos por cuantiosas sumas de dinero.
Al dejarse llevar por los reflectores cargados
del discurso moralizante del periodismo, la sociedad en su conjunto termina por
ubicar al victimario de Sofía como un “monstruo”, con el objetivo de despojarlo
de toda humanidad, cuando justamente el problema de fondo está en la condición
humana y en los riesgos que implica vivir juntos en medio de una sociedad y de
un sistema mundo que desprecian la vida en todas sus manifestaciones.
A cientos de miles de kilómetros de Candelaria, en la franja de Gaza, Netanyahu celebra, de la mano del ejército israelí, la muerte de centenares de niñas y niños bombardeados; otros tantos, quedarán a la deriva por la desaparición de sus madres y padres. Las diferencias entre Brayan Campo y Netanyahu son meramente circunstanciales. Eso sí, a ambos los une el desprecio por el otro, en particular por los más vulnerables, inofensivos y pobres. Los dos son dignos exponentes de esa perversa condición humana de la que aquí hablo.
Mientras que Netanyahu se da un festín asesinando niñas y niños palestinos, en Bogotá, a unos 300 kilómetros de Candelaria, hombres de corbata asedian mujeres y niñas, las violan o les dicen que les pueden pagar con su cuerpo. Por ahí anda una sospecha enorme sobre un expresidente de la República que según dejó entrever una reconocida periodista, siendo presidente en ejercicio, la violó. Hay un trasfondo cultural que amplifica la perversidad humana, hecho que no se mira cuando se cae en lecturas moralizantes sobre hechos dolorosos que deben mirarse desde otras perspectivas.
El punto es que las circunstancias en las
que fue desaparecida, muy seguramente violada y asesinada Sofía Delgado hacen
parte de nuestra naturaleza humana, cuyo espíritu avieso se potencia en una
sociedad insolidaria, clasista, racista, machista, misógina y patriarcal como
la colombiana que cada cierto tiempo se asombra de lo que son capaces de hacer sus
hijos, incluidos los más “honorables”: su clase política y empresarial, así como
el clero. Allí se esconden pedófilos, pederastas y violadores de mujeres y
niñas.
Paz en la tumba de la pequeña Sofía Delgado y algo de sosiego para su mamá. Ojalá la prensa asuma con mayor responsabilidad el tratamiento de este hecho luctuoso y delictivo, que pone de presente que vivir en sociedad implica riesgos y que estos están profundamente atados a nuestros procesos civilizatorios y de socialización, que devienen fallidos o truncos. Años atrás, la opinión pública y los medios masivos se conmovieron con el cruel asesinato de Yuliana Samboní a manos de un "hombre blanco y rico" de la capital del país. ¿Algo cambió de aquel momento, al que hoy nuevamente nos confronta como seres humanos? Nada cambió. Los riesgos siguen latentes y se mantendrán en el tiempo.
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