Por Germán Ayala Osorio
Uno de los conceptos más
manoseados por la clase política y empresarial en Colombia es el de la
institucionalidad. Cada que revienta un escándalo de corrupción pública o una tensión entre los poderes públicos de
inmediato congresistas, columnistas, periodistas y dirigentes gremiales, entre
otros más, salen a decir que lo más importante es que se “mantenga, se fortalezca
y se respete la institucionalidad”. Sin duda alguna, una frase con una gran
carga eufemística y ética y moralmente turbia.
La institucionalidad
puede ser un concepto ambiguo y difícil de asir porque en su concepción y
representación social y política suelen confluir circunstancias contextuales
que se alimentan de la ética ciudadana, la moral pública, la tradición, el
poder económico, las formas regladas y las maneras como se establecen
relaciones y transacciones entre sectores de poder político (partidos políticos
y líderes), económico y social (élites).
La institucionalidad
se hace evidente cuando las instituciones operan en sus ámbitos de acción,
legal y procedimental, y en el contexto de una sociedad que moral y éticamente
se alimenta de su funcionamiento, especialmente, de aquellas instituciones que
se consideran faros determinantes que iluminan tanto la vida institucional
interna, como la que trasciende a la vida societal.
Propongo que examinemos la
aplicación del ya manido concepto a partir de dos hechos que se dieron casi de
manera simultánea dentro de una de las instituciones estatales más desprestigiadas
en Colombia: el Consejo Nacional Electoral (CNE). Sus niveles de ignominia
superan los que arrastran históricamente el Congreso de la República y la
Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes. El CNE es una entidad
politizada y politiquera dado que la llegada de los consejeros-no magistrados- se
da por favores y simpatías políticas al interior de los partidos políticos. Ese
origen politiquero le resta legitimidad a las decisiones electorales que suelen
tomar. Muchos de los que llegan a esa corporación son verdaderos politicastros que los jefes de sus partidos políticos no saben en dónde poner.
Los hechos acaecidos tienen que ver
con la renuncia al CNE del consejero César Lorduy, cuota política de Germán
Vargas Lleras y el clan Char de Barranquilla. La dimisión del ladino personaje
se da por el proceso que le abrió la Fiscalía por acoso sexual que habría cometido contra la
congresista Ingrid Aguirre. También es acusado de haber asesinado hace años atrás
a una joven mujer, proceso este que a lo mejor ya prescribió. Pocas horas después de conocido el retiro “voluntario” de
Lorduy, en su remplazo fue escogido Álvaro Hernán Prada, político del Centro
Democrático investigado por la Corte Suprema de Justicia por el delito de
manipulación de testigos. El hoy presidente del CNE fue llamado a juicio en mayo dentro del mismo caso al que están vinculados al expresidente y expresidiario Álvaro Uribe Vélez y su aboganster
Diego Cadena.
Además de los procesos penales a los que están vinculados los dos políticos, sobre sus hombros reposan la acción
temeraria de erosionar el fuero presidencial al
ordenar investigar al presidente Petro y a su campaña presidencial por irregularidades
y delitos que se habrían cometido en el manejo de millonarios recursos
económicos que entraron a la campaña Petro presidente. Esa decisión la hicieron dejando conocer en las redes sociales su animadversión personal hacia el presidente Petro.
Bajo las anteriores
circunstancias, qué clase de institucionalidad es la que se deriva de la
operación del CNE cuando dos de sus consejeros mantienen una condición sub
júdice por los procesos penales que tienen abiertos por la comisión de graves
delitos. A pesar de la tardía renuncia de Lorduy, su dimisión bien pudo entenderse
como una acción ético-política conducente a no afectar más la ya maltrecha institucionalidad
procedente de la autoridad electoral. Pero una vez eligieron a Prada como su
remplazo, nuevamente la institucionalidad del CNE quedó en entredicho y se confirma que está capturada por un ethos pernicioso.
La permanencia de Lorduy en la
presidencia del CNE permitió consolidar un tipo de institucionalidad negativa, ilegítima, irreflexiva, hostil y burlesca en la medida en
que al ser requerido por la Fiscalía su renuncia debió darse ipso facto para no
usar el "fuero" que le provee ser miembro de esa autoridad electoral para evitar
comparecer y responder por el caso de abuso sexual. El tiempo que Lorduy se
mantuvo en el cargo permitió que de su permanencia se derivara un
tipo de institucionalidad vulgar y sucia, que se mantiene vigente y se
naturaliza con la llegada a la presidencia del CNE de Álvaro Hernán Prada. Lo curioso es que los mismos políticos, empresarios y periodistas que suelen usar la ya manida frase “que
se respete la institucionalidad”, frente a los casos aquí reseñados guardan un
atronador silencio.
Varias horas después de la llegada de Prada a la presidencia del CNE, los alcaldes de Cali y Barranquilla, Alejandro Eder y Alex Char, felicitaron al recién ascendido. El apoyo político dado por los dos mandatarios locales confirma la naturaleza ilegítima, politiquera, y perniciosa de la institucionalidad que emana esa autoridad electoral. Las felicitaciones enviadas vía X por Eder y Char, dos consagrados uribistas, se entienden porque Prada es ficha del expresidente Uribe, poderoso político al que estos dos alcaldes le deben pleitesía y total sumisión.
Adenda: en su editorial del 6 de diciembre, EL ESPECTADOR crítica al presidente Petro por asumir una "actitud irresponsable" al insistir en que hay un golpe blando en su contra. En el caso del CNE, aunque el diario bogotano le da la razón a Petro en el caso de que esa entidad no puede investigar al presidente, es tímido al momento de cuestionar el ascenso de Prada a la presidencia de esa cuestionada corporación. Al final, el diario cae en el mismo llamado a respetar la institucionalidad. "La institucionalidad no puede estar al vaivén de peleas con lógicas tuiteras", dice El Espectador.
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