Por
Germán Ayala Osorio
Las
cambiantes dinámicas del conflicto armado interno han permitido el surgimiento
de varios significados o nociones en torno a la paz, su consecución y su
mantenimiento a través del paso de los años. En adelante hago un ejercicio
interpretativo alrededor de las ideas de paz que circulan aún en el país, de la
mano de reconocidas figuras políticas y las que ebullen en las transacciones
cotidianas de la gente.
En
la reciente “invitación” que el expresidente y expresidiario Álvaro Uribe Vélez
les hizo a los militares para que desconocieran la autoridad del comandante
supremo, el presidente de la República Gustavo Petro, el político antioqueño
deja ver su idea de paz. Esa noción del exmandatario está soportada en el
concepto y doctrina de la violencia legítima del Estado y por esa vía, en la justificación
de los excesos en el uso de esa fuerza y los sempiternos daños colaterales. Esto
se traduce, coloquialmente, en bala, bala y más bala, lo que implica la
militarización del Estado y la consolidación de un Estado militarista.
Para
concretar su idea de paz, poco importa que ese Estado militarista cometa atrocidades,
pues lo importante es que se logre mantener el régimen de poder. Recuérdese lo
que expresó Paloma Valencia, una de las fichas de Uribe, cuando se discutió la
posibilidad de que en colegios se enseñara el contenido del Informe de la
Comisión de la Verdad sobre lo acontecido en el marco del conflicto armado
interno: “El Estado cometió errores y atrocidades, pero era legítimo y
fundamentalmente estuvo en la defensa de los ciudadanos”. Los 6402 jóvenes asesinados por el Ejército, presentados falsamente como "guerrilleros dados de baja en combates" hacen parte de esas atrocidades que se cometieron por la aplicación de la política de seguridad democrática y de los incentivos económicos prometidos en el Decreto Boina y la Directiva Ministerial 029 de 2005.
Uribe
Vélez es el típico War Lord que cree a pie juntillas en la victoria
militar, por encima de la comprensión de las causas objetivas que los grupos
levantados en armas aún exhiben para legitimar su lucha “revolucionaria”. La
paz en la que cree Uribe está más cerca de la pacificación a las malas, que a
cualquier posibilidad de concertarla a través de una negociación política. Por
su talante autoritario, a Uribe no le gusta dialogar y mucho menos desgastarse
políticamente en una negociación que implique ceder algo de poder. Está más cerca
de la doctrina de contar bajas. La paz de Uribe huele a formol, camina en
bolsas negras y se expresa con la exhibición de los cuerpos de los “terroristas
muertos en combate”.
Por
ser un Señor de la Guerra, Uribe cuenta con el apoyo económico, social y
político de todos aquellos actores que de manera directa o indirecta se
benefician del desplazamiento forzado que generan los enfrentamientos, así como
de la zozobra y el miedo de la población civil rural. Hablo de ganaderos,
latifundistas, especuladores inmobiliarios, paramilitares y negociantes de
tierras prestos a ofrecer compra a campesinos que, cansados de la guerra, prefieren
vender barato para irse a vivir a los cinturones de miseria de urbes como Cali,
Medellín y Bogotá, entre otras ciudades receptoras de desplazados o de
colombianos en condición de desplazamiento.
Entre
tanto, el presidente de la República, Gustavo Petro, exhibe una idea de paz
diametralmente distinta a la del exgobernador de Antioquia. Petro cree en la
paz negociada sin que ello signifique que acepta aquello de las causas
objetivas que legitimaron el levantamiento armado en los años 60. Petro creyó
en aquellas mientras fue guerrillero. Una vez se benefició del indulto y la amnistía,
empezó a poner en crisis esa narrativa con la que por años la academia y el
mundo de la política legitimó y explicó los orígenes del conflicto armado
interno.
Ya
en varias ocasiones Petro ha expresado que el conflicto armado interno, sus dinámicas
y los propios actores han cambiado. Estamos, de acuerdo con Petro, en una etapa
caracterizada por la nula formación política de los combatientes auto llamados “guerrilleros”
y la visible traquetización de los grupos al margen de la ley a los que de manera
forzada Petro les reconoció estatus político. En sus palabras, se trata de “traquetos
vestidos de camuflado”.
El
interés del jefe del Estado de proteger a la población civil, en particular a
los campesinos que sobreviven en los territorios rurales en los que el conflicto
armado se manifiesta con mayor intensidad, está fundado en su genuina búsqueda
de la esquiva reforma agraria. En este punto las diferencias con Uribe son
irreconciliables, pues mientras que el latifundista y caballista se opone a
desconcentrar la propiedad de la tierra, el hijo de Ciénaga de Oro está convencido
de que devolverle la tierra a los campesinos que la perdieron por causas de la
guerra interna constituye un paso importante hacia la paz.
Las
ideas que tanto Uribe y Petro tienen de la paz están conectadas al ejercicio de
la política. Es decir, de manera original están alejadas de las nociones de paz
que pueden tener millones de colombianos y que bien pueden dar vida a un tipo
de paz social o de convivencia entre diversos y diferentes.
Imagen tomada de CNN