Por Germán Ayala Osorio
Nuevamente habla el país de una Asamblea Nacional Constituyente (ANC), camino jurídico-político con el cual el gobierno Petro cree posible hacer las reformas que la oposición en el Congreso le impidió; y una vez en ese escenario, apostarle a modificar las instancias institucionales que impiden que los deseos y clamores del constituyente primario se tramiten e impongan sobre las inveteradas lógicas jurídicas en las que se ampara la división de poderes. Justamente, los pesos y contrapesos de la democracia colombiana están permeados por un ethos mafioso que convirtió la separación de poderes en el sistema perfecto para que la corrupción público-privada se naturalizara. Los presidentes ofrecen millonarios contratos a los congresistas para que aprueben sus iniciativas legislativas; mientras que en las altas cortes e incluso en la Fiscalía se negocian investigaciones o sentencias a través del sistema de elección de los magistrados, incluida la del fiscal general, en los que los congresistas meten sus manos.
El presidente del Senado, Efraín
Cepeda, consumado enemigo del presidente de la República y ficha del Establecimiento
expuso con claridad en dónde está el cerrojo institucional que impide profundizar la democracia:
“No se puede acudir al pueblo sin el permiso del Senado y el Senado no
lo dio”. Más allá de las
razones jurídicas que prohíben al presidente decretar la consulta popular y de
las motivaciones políticas que inspiran a Petro
a poner en cuestión la validez y legitimidad social de esas reglas de juego, subsiste
la creencia de que al derogar las constituciones es posible superar los graves
problemas de convivencia que exhibimos como Nación.
Ajustar o derogar la constitución
hace parte de las dinámicas sociopolíticas del poder en Colombia, sin que esos nuevos
marcos legales hayan servido de mucho para modificar las disímiles formas de
violencia que por lustros nos han impedido avanzar como sociedad
civilizada. Se trata de un manoseo político e ideológico que no ha servido
para transformar a la sociedad.
Al derogar la Constitución de
1886, soñamos en que por fin Colombia transitaría y llegaría a estadios
civilizatorios modernos. Pero no fue así. Se avanzó en asuntos ambientales y la
protección de los derechos, en particular a la salud, a través de la tutela, la
misma a la que han tratado de quitarle poder; nadie niega que la Carta del 91
es garantista, liberal y moderna, pero ¿cuánto de esos cambios legales transformaron
a la sociedad?
Los cambios constitucionales están
atados a unas taras civilizatorias que van y vienen entre todos los estratos
sociales; entre las diferentes nociones alrededor de ideas de a quién debe
servir el Estado, qué hacer con la biodiversidad y, sobre todo, cómo proscribir
el racismo,
la tara
civilizatoria y cultural que mejor nos representa como sociedad.
La pugnacidad ideológica y
política por la que atraviesa el país es el resultado de la infranqueable
distancia que hay entre lo prescrito en el papel constitucional y las
necesidades de una sociedad escindida en clases
sociales y ad-portas de enfrentamientos callejeros, fruto de lecturas
contrarias alrededor del papel que debería jugar el Estado, instancia a la que
contratistas, políticos y empresarios siempre llegan con el ánimo de capturarlo
o privatizarlo para su propio beneficio. Antes de pensar en una ANC y de
promover marchas que para lo único que sirven es para ahondar en la lucha de
clases, lo primero en lo que deberíamos de estar pensando es en un profundo cambio
cultural que apunte a superar las taras civilizatorias con las que validamos las
violencias, naturalizamos la corrupción e invisibilizamos el racismo,
la desigualdad y la pobreza.
petro propone la asamblea nacional constituyente en cali - Búsqueda Imágenes
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