Por Germán Ayala Osorio
Los hechos acaecidos en el
Catatumbo deben generar, además de la ya conocida reacción político y militar del
Gobierno y la indignación social, una reflexión de la academia en torno a la
validez, credibilidad y la legitimidad del concepto conflicto armado interno.
La consolidación del ELN como una
estructura “narco armada” y la operación espuria y también mafiosa de las disidencias
farianas obligan a la academia, centros de pensamiento, ONG defensoras de DDHH
y aquellas dedicadas a interpretar las disímiles expresiones de la violencia que
ejercen esos grupos armados ilegales en vastos territorios, a revisar el
sentido de la nomenclatura conflicto
armado interno, usada históricamente para legitimar políticamente
la operación de las antiguas guerrillas.
Constituye a todas luces una afrenta
y un engaño insistir en el uso de una pomposa categoría cuando lo que a diario
ven y soportan las comunidades es la “lumpenización” de aquellas estructuras
armadas que sectores privilegiados de la sociedad siguen llamando guerrillas
cuando en los territorios actúan como fuerzas de sometimiento social, económico
y político alejadas de los deseos de “liberar al pueblo” de la tiranía estatal
y del modelo de desarrollo económico vigente.
Vengo insistiendo en la idea de
que al mutar el ELN
y las disidencias farianas a organizaciones narco armadas ya no tiene mayor
sentido hablar de conflicto armado interno a pesar de la
permanencia en el tiempo de aquellas circunstancias objetivas que legitimaron
el levantamiento armado en los años 60. Así las cosas, urge revisar la validez
jurídico-política, la legitimidad y la credibilidad de la nomenclatura conflicto
armado interno como concepto y categoría explicativa, pues las
guerrillas de entonces dejaron de existir o simplemente mutaron a
organizaciones criminales sin arraigo sociopolítico.
Poner en cuestión dicha nomenclatura puede tener implicaciones en la dimensión jurídico-política de la paz, en la medida en que no tendría mayor sentido de realidad hablar de negociaciones políticas con unas organizaciones mafiosas que, como el ELN, no les interesa dejar las armas a cambio de curules y mucho menos les atrae reincorporarse a la vida social y económica del país a través de proyectos productivos como los que echaron a andar los firmantes de paz del proceso de paz de 2016. Así las cosas, no queda de otra que hablar de procesos de sometimiento a la justicia. Así entonces, la variable jurídica estaría por encima de la política y de la potestad del presidente de la República para sentarse a negociar condiciones generales y particulares de eventuales armisticios.
Si se acepta que por cuenta de la
transformación de las guerrillas en narco estructuras armadas la categoría conflicto
armado interno ya no tiene la validez, la legitimidad y la credibilidad
suficientes para sentar en la mesa en condiciones de igualdad a los
plenipotenciarios de un gobierno y a los líderes de esos ejércitos mafiosos,
entonces el país político debe abandonar la idea romántica de esa paz que
genera aplausos y motiva la entrega de reconocimientos internacionales como el
Nobel de Paz, para empezar a pensar en que ya es tiempo de hablar de
postguerrillas y de pacificación a las malas.
Pasar de la búsqueda de la Paz Total
a la Guerra Total como escenario en el que ya el conflicto armado
interno no existe como categoría explicativa, necesita de acciones de
limpieza al interior de las fuerzas armadas, del empresariado y de la clase
política. Lo anterior implica golpear con firmeza a todos los agentes sociales,
político y económicos que se benefician de la comercialización de armas y
pertrechos, esto es, de la guerra. Lo primero que hay que hacer es identificar
y procesar penalmente a los Warlord que operan en Colombia, muchos de ellos
amparados por partidos políticos y la dinámica electoral.
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