Por Germán Ayala Osorio
Políticos y medios de comunicación coincidieron en calificar el ataque sicarial contra Miguel Uribe Turbay como un “atentado contra la democracia”. El Espectador abrió su versión impresa con ese titular, fondo negro y la imagen del congresista víctima del niño-sicario.
Sin duda alguna hay que condenar
el ataque criminal del que fue víctima el congresista y precandidato
presidencial del Centro Democrático (CD), pero decir que se trata de un “atentado
contra la democracia” resulta a todas luces una exageración fruto quizás
del deseo interior de quienes así lo consideran, de ir sumando opiniones hasta
consolidar la narrativa que indique que el camino para enfrentar semejante desafío
es convocar a una Asamblea Nacional Constituyente (ANC). O simplemente para
hacer viable la propuesta de “parar” varias instituciones, entre ellas el
Congreso, mientras se recupera de sus heridas el precandidato y se entra en una
profunda reflexión colectiva. Ambas acciones van acompañadas de dos ideas: la
primera, que “no hay quien gobierne en Colombia” y la segunda, que
quien está en la Casa
de Nariño es responsable del atentado por su condición de “enemigo”
del congresista atacado.
También es posible indicar que el
calificativo está inexorablemente atado al sector de poder tradicional que
representa Uribe Turbay, lo que obliga a quienes son afines a las ideas de la
derecha que él representa, a fustigar el hecho delictivo dándole esa
connotación institucional superior que además de efectista, le facilita a
quienes por primera vez en la historia les tocó actuar como oposición, a
señalar al primer gobierno de “izquierda” como responsable político del
atentado. “Le exigimos garantías al Estado y al gobierno Petro” es
la consigna que acompaña a la idea de que estamos ante un “atentado
contra la democracia”. Hasta
donde se sabe, el país sigue adelante, las instituciones públicas y privadas
siguen operando normalmente y no se han cercenado derechos y libertades y mucho menos se declaró
una emergencia que nos acerque a lo que vivió el país por cuenta de la aplicación
del Estatuto de Seguridad durante el gobierno de Julio César Turbay Ayala, el
abuelo de Miguel Uribe.
En lo corrido del 2025 van 73 líderes
asesinados en el país, pero se trataría, a la luz de la lectura hecha por
medios y políticos frente al ataque contra Uribe Turbay, de hechos de violencia
política poco relevantes y de una connotación institucional inferior en la
medida en que no se afecta la operación de la democracia y de las instituciones
que funcionan bajo los principios, protocolos y parámetros reconocidos bajo esa
nomenclatura y régimen de poder. Tampoco se habla de “magnicidios” por cuanto
las vidas de los líderes caídos no alcanzan el reconocimiento social y político
que acompaña la existencia de Miguel Uribe Turbay. Detrás del calificativo en
cuestión hay una lectura de clase que no se puede negar y que dice mucho de una
sociedad que aprendió de manera temprana que hay ciudadanos de primera,
segunda, tercera, cuarta y hasta de quinta categoría.
Resulta apenas “normal” que miembros
de la clase política y las empresas mediáticas no se les ocurra calificar como
ataques contra la democracia esos 73 crímenes, dado que el lugar político en
el que gravitaron las vidas de los líderes ultimados está alejado de las
vanidades del poder bogotano, asociadas por supuesto a la existencia de lo que
se conoce como el Establecimiento.
Cuando el helicóptero en el que
viajaba el entonces presidente Iván Duque Márquez fue atacado a tiros, El
Espectador tituló así lo ocurrido: “Es
un atentado a la democracia”: congresistas tras ataque al presidente Duque.
Se trata de un título de cita diferente
al que acompaña la imagen de Uribe Turbay en la “tapa” de la versión impresa
del diario bogotano. En esta ocasión es el diario capitalino el que califica de
manera directa lo ocurrido, buscando con ello efectos políticos e ideológicos que
terminan siendo nocivos para la gobernabilidad y la legitimidad del actual
gobierno.
Tapa de El Espectador en su versión impresa.
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