Por Germán Ayala Osorio
En el enfrentamiento político,
institucional y personal que por estos días sostienen el presidente del Senado,
Efraín Cepeda y el presidente de la República, Gustavo Petro nuevamente sirvió
para exponer el pasado guerrillero del jefe del Estado como un factor que
lo inhabilita ética y moralmente para criticar las actuaciones de los
congresistas, incluidas por supuesto las de los miembros de las comisiones
y las juntas directivas de Senado y Cámara, así como los fallos de las altas
cortes (Consejo de Estado y Corte Constitucional).
Para el presidente de la República,
Efraín Cepeda representa al típico politicastro colombiano, esto es, a aquel
político mañoso, rastrero, malintencionado, inhábil y que apunta de hechos
obscuros desea conseguir sus objetivos. Los fines turbios que le endilga Petro
tienen que ver con su participación en un eventual “golpe parlamentario”, que sería
una etapa más del llamado “golpe de Estado blando” que de manera temprana advirtió
el jefe del Estado que le querían dar.
De manera directa Petro le dijo al
más representativo godo que defiende la tradición y los intereses de los
agentes más poderosos del establecimiento colombiano que frena el debate
democrático. “Espero no termines tu vida parlamentaria como rémora de
la historia. Si quieres ser presidente, no lo busques a través del golpe de
estado: te odiaría el pueblo colombiano”.
La reacción de Cepeda se dio en
estos términos: “jamás he empuñado un arma…”. En su respuesta, el
ladino congresista no pudo dejar de enrostrarle al presidente su pasado
subversivo, asumido por una parte importante de la sociedad como un acto
imperdonable e injustificable a pesar de todos los procesos de paz, la dejación
de armas, las peticiones de perdón y la reincorporación a la vida social,
económica y política del país tal y como sucedió con el M-19, grupo armado
ilegal en el que militó Gustavo Petro.
A pesar de su origen conservador,
Efraín Cepeda parece olvidar que fue el
propio presidente Belisario Betancur Cuartas quien reconoció que había “unas
causas objetivas” que en su momento legitimaron el levantamiento armado de
las guerrillas en los años 60 y 70. La Comisión de la Verdad interpretó así la apuesta
por la paz de Betancur Cuartas: “para él, las causas del conflicto
armado se centraban en la pobreza y la desigualdad social y política,
tal como lo había señalado desde finales de los años cincuenta la Comisión
Investigadora de las Causas de la Violencia. Su gobierno se proponía ampliar la
democracia y pagar la deuda social”.
Así como se asume que todo lo que
diga Petro no se puede separar de su investidura y de lo que representa la
figura presidencial dentro de un régimen presidencialista como el colombiano,
lo dicho por Efraín Cepeda no se puede separar de su condición de presidente del
Senado. Así las cosas, el máximo vocero del legislativo colombiano, en donde se
legitimó el acuerdo de paz firmado en La Habana, sigue atado a la valoración inmoral
a la que están atados millones de colombianos contra aquellos que en el pasado
optaron por tomarse el poder a tiros. Esa apreciación de Cepeda hace pensar en que,
de mantenerse esa línea moralizante, esa corporación no estaría dispuesta a
tramitar normas conducentes a facilitar venideros procesos de paz. Y lo peor de
todo es que esa tasación inmoral que hace Cepeda se extiende a todas las formas
de arrepentimiento y peticiones de perdón e incluso a todas las actuaciones y
decisiones que hayan tomado los exguerrilleros una vez reincorporados a la vida
política, social y económica del país.
El hecho de “no haber
empuñado un arma” le sirve a Cepeda para ocultar las causas objetivas
que reconoció Betancur y para desestimar que justamente la responsabilidad política
de los levantamientos armados en Colombia recae en políticos como él que se
acostumbraron a legislar a favor de una élite mezquina a cuyos miembros jamás
les interesó consolidar una democracia social, política y económicamente moderna
y mucho menos, una República.
La inmoralidad de los grupos armados ilegales que se levantaron contra el Estado debería de asumirse como fenecida a partir del momento en el que se entregan las armas y se aceptan las reglas de la democracia. Por el contrario, y de acuerdo con lo dicho por Cepeda, insistir en que la impudicia de los guerrilleros del M-19 es insuperable, confirma que los tratados de paz terminan siendo insulsos documentos para congresistas y otros cientos de miles de colombianos que jamás estuvieron dispuestos a perdonar. “No haber empuñado un arma” es un acto de habla que exhibe rabia, incomprensión de la historia, pero sobre todo la nula empatía hacia los millones de colombianos víctimas de la República oligárquica que defiende Efraín Cepeda. Parece ser que la única violencia que acepta Cepeda es la política y económica que viene ejerciendo el establecimiento colombiano contra millones de colombianos.
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