Por Germán Ayala Osorio
De los resultados electorales del 29 de octubre se puede colegir que hay una Colombia mafiosa y criminal que se resiste a quedar relegada del control y de la captura histórica del Estado. En buena medida, los triunfos de los sempiternos clanes políticos en el Cesar, Valle del Cauca y Barranquilla, entre otros, representan el regreso de la cooptación de las entidades estatales, lo que asegura su privatización y, por tanto, la naturalización de la corrupción público-privada.
Los millonarios contratistas son
el eslabón sobre el que la captura del Estado se convierte en una realidad
incontrastable y lo que es peor, insuperable. Ellos son la fuente del ethos
mafioso que guía, cada que hay elecciones, a todos los que se embarcan en las faenas de conquistar
alcaldías, gobernaciones y la presidencia de la República a como dé lugar.
De esa manera, la derecha da un paso
seguro con miras a recuperar, en el 2026, lo que Petro les quitó: la Casa de
Nariño, baluarte importante y definitivo para darle continuidad al proyecto político
premoderno, insostenible y violento que siempre inspiró a quienes acostumbraron
el país a vivir entre feudos, sin una idea clara de nación y mucho menos, con
una que pueda cambiar la historia del país.
La narrativa con la que validamos
que somos un país de regiones contribuye en buena medida a la consolidación de
los clanes políticos que fungen como los custodios de cientos de miles de
ciudadanos que comparten unas mismas características: indignidad e ignorancia
política. Entonces, nacen las matronas, los barones electorales o las baronesas,
especie de reyezuelos que creen haber alcanzado la gloria, cuando lo que
realmente han conseguido es sumir a sus regiones en el atraso cultural,
asociado este a actividades económicas insostenibles sistémicamente hablando (ganadería
extensiva, monocultivos de caña y palma africana), que solo sirven para
naturalizar las relaciones feudales.
Esas matronas o barones
electorales “gobiernan” con todo y sus carencias culturales, emocionales y espirituales.
Y quienes votan por ellos, se convierten en replicadores del sinuoso ethos que guía
a quienes asumen el poder político regional sin mayor aspiración que enriquecerse
para tratar de minimizar los efectos de su pobreza mental y cultural. Sus
familias acumulan vergüenzas, procesos judiciales y señalamientos de todo tipo.
Si esa es la idea de construir país y una sociedad mejor, están totalmente
equivocados.
¿Cómo cambiar esa realidad, se preguntan
millones de compatriotas? La respuesta gravita alrededor de la cultura política
y no tanto en torno a la lucha ideológica que quedó planteada a partir del
triunfo de Gustavo Petro.
El asunto de fondo es que no hay
en estos momentos en Colombia nadie que esté liderando un cambio cultural que
revolucione cómo hacer política y administrar el Estado con criterios modernos
que nos lleven a abandonar la relación feudal entre gobernantes locales y sus
comunidades. Mientras llega ese líder, debemos empezar a promover la narrativa
que califica como inconvenientes, sinuosos, perversos y peligrosos a todos los
clanes políticos que operan en el país.
Los medios de comunicación masiva
no están cumpliendo la labor educativa que les correspondería hacer, para formar
ciudadanos modernos y superar así la condición de siervos o de “súbditos”. Sus
editores y periodistas están haciéndole el juego a la matriz cultural que el ethos
mafioso naturalizó.
Imagen tomada de Youtube.com