Por Germán Ayala
Osorio
El reconocimiento del conflicto armado interno en Colombia
impuso a los actores armados (Paramilitares, Guerrillas y fuerzas estatales) unas
condiciones ético-políticas a través de las cuales fue posible enmarcar,
explicar, dar sentido académico, justificar políticamente o hacer encajar las
operaciones militares, las tomas guerrilleras y en general todas las
actividades hostiles, propias de ese escenario de conflictividad, en la
categoría política, militar y académica Conflicto Armado Interno. Es decir, esa
nomenclatura construyó un “deber ser de la guerra” del que se fueron alejando
unos y otros, bien por la penetración del narcotráfico a las filas de los
combatientes, la imposibilidad de alcanzar el triunfo político y militar fijado
como único norte posible: llegar a ser gobierno, tumbando el régimen de poder; y,
por último, por el tratado de paz que firmaron el Estado con las entonces
Farc-Ep. Este último armisticio fue un duro llamado a la dirigencia del Comando
Central (Coce) a abandonar sus históricas posturas intransigentes. De igual manera, haber desmontado gran parte
de la estructura subversiva de las Farc-Ep hizo pensar a gran parte de la
opinión pública que el conflicto armado con la guerrilla más grande había
terminado.
Con el paso del tiempo, las hostilidades y las operaciones
militares de los ya señalados grupos armados entraron en un fuerte e
irreversible proceso de degradación misional (moral). Como consecuencia de
ello, el concepto de Conflicto Armado Interno (CAI) empezó a perder sentido
ético-político, a pesar de la vigencia de las causas objetivas que legitimaron
el levantamiento armado en los años 60, reconocidas en su momento por el
presidente Belisario Betancur Cuartas (1982-1986). Gonzalo Sánchez, en
entrevista al diario El Espectador, sostiene que “en líneas gruesas hemos
transitado de un conflicto Estado-insurgencias, a un conflicto multidimensional
con intersecciones a menudo refractarias al deslinde. El conflicto hoy es mucho
más extendido, más heterogéneo e intrincado. Y no es solo contra el Estado.
Este ha sido permeado a través de complicidades, drenaje de recursos para la
guerra, redes de apoyo internacionales…”
La firma del fin del conflicto entre las Farc-Ep y el Estado
colombiano es un “parte aguas” en el devenir del conflicto armado y en la
manera de entender sus dinámicas. A ese quiebre se suman circunstancias
contextuales que, en lugar de legitimar la lucha armada, le restan legitimidad,
hasta el punto de que hoy, en varios sectores de la sociedad, la operación del
ELN (Ejército de Liberación Nacional), único grupo en armas, es considerada
como anacrónica e improcedente, al igual que la operación de las disidencias
farianas.
Las conversaciones de paz que hoy sostienen con el gobierno
de Gustavo Petro le devuelven en algo la legitimidad perdida a los elenos, al
tiempo que le dan un respiro a la moribunda nomenclatura Conflicto Armado
Interno.
Dentro de esas circunstancias de lo que llamo el “parte
aguas” se encuentran el estallido social de 2021, la misma pandemia y sus
efectos sociales, económicos y los que dejó en la psiquis colectiva ese
complejo escenario sanitario, así como la acentuación del carácter periférico
del ELN y de su lucha territorial anclada exclusivamente al control de rutas
del narcotráfico. También, la aparición de nuevas agrupaciones armadas
(disidencias y demás) que lo único que prueban es que el uso de las armas se
convirtió para muchos de los integrantes de esas organizaciones armadas
ilegales en modus vivendi, en una forma de ganarse la vida.
Atrás quedaron las auto valoraciones de lo que sus
comandantes llaman el reconocimiento social del control militar de zonas como
el Chocó, el Catatumbo y el Cauca, entre otras zonas. Lo cierto es que la
pretendida liberación de un pueblo sometido a un régimen oprobioso, gracias a la
acción armada de los grupos guerrilleros, fue un sueño quimérico del que aún no
parecen despertar los elenos. Gonzalo Sánchez, en la misma entrevista señala
que “la promesa de transformación por la vía de las armas perdió momentum en
todo el continente. Negarse a reconocerlo puede costar derramamiento inútil de
mucha sangre. Pero aclaremos, si el modus operandi perdió vigencia, el
contenido, las demandas y tareas aplazadas se tornan aún más urgentes. Algo que
también deberían entender las elites políticas, sociales y económicas del país”.
Así las cosas, creo que va siendo tiempo de proponer un
cambio en la manera de explicar y llamar a lo que sucede hoy en Colombia, en
virtud de las circunstancias señaladas líneas atrás. El concepto de Conflicto Armado
Interno se fue vaciando de sentido y ya no sirve para dar cuenta de lo que
realmente está sucediendo en la Colombia del postacuerdo de La Habana. Propongo
hablar de Conflictividades del Posacuerdo (CP), o quizás Escenario de Múltiples
y Asimétricas Violencias (EMAV), Escenario Anómico del Posacuerdo (EAP) o
Violencias Intestinas Despolitizadas (VID).
Es importante “rebautizar” lo que sucede en el país con el
objetivo de poner el foco y al atención en aquellos poderes políticos y
económicos, legales e ilegales, que se benefician de la permanencia de
agrupaciones al margen de la ley y de su operación en territorios en los que la
lucha por la tierra, el control de las riquezas del subsuelo y las rutas del
narcotráfico son factores definitivos para la permanencia de las condiciones
premodernas en las que nacieron las guerrillas y las que insisten en extender
en el tiempo las élites económicas, sociales y políticas.
Las decisiones de política económica que viene adoptando el
actual gobierno nacional, el haber Gustavo Petro militado en una de las
guerrillas ya desmovilizadas y las acciones encaminadas a lograr la Paz Total,
en lugar de darle un segundo aire al conflicto armado como muchos pueden
pensar, van camino a restarle sentido y legitimidad.
Imagen tomada de Razón Pública.