Por Germán Ayala Osorio
Indican
expertos militares que la degradación misional al interior del Ejército inicia
en los años 80. Concuerda ese proceso de erosión del honor y la mística
militares con el desvanecimiento o desaparición de lo que en esa época se
conoció como el Síndrome de la Procuraduría y la entrada en operación de los
grupos paramilitares. Es más, Alejandro Valencia, comisionado de la Comisión de
la Verdad, al hablar recientemente de los falsos positivos, señaló que dicha
práctica se vendría presentando desde los 70 y 80.
Para
evitar la vigilancia del organismo de control, los militares recurrieron a los
paramilitares para que estos “hicieran el trabajo sucio”, que no era otra cosa
que extender el principio del enemigo interno, a ideólogos de la guerrilla,
simpatizantes, sindicalistas, profesores, campesinos, comunidades negras e
indígenas, defensores de los derechos humanos, periodistas e investigadores sociales, entre otros.
Dicha
degradación institucional se extendió en el tiempo, por la penetración del
narcotráfico, la nula vigilancia del ministerio público, la pérdida de
legitimidad de la guerrilla; esto último, gracias al trabajo de los medios
masivos que lograron posicionar la idea de que el único problema del país era
la subversión, mientras le hacían el juego a la corrupción público-privada y se
negaban a darle la verdadera dimensión a este cáncer que vino a hacer
metástasis durante los 8 años de Uribe Vélez. Sobre este asunto, volveré al
final de este texto.
De la
mano de todas las anteriores circunstancias, todos los gobiernos, incluido el
actual, jugaron a la paz y a la guerra; esta última fue asumida, por presión
directa de los comandantes militares y de sucesivas cúpulas troperas, muy al
estilo de generales como Rafael Zamudio Molina, Jesús Armando Arias Cabrales y
Miguel Vega Uribe, como una política de Estado, mientras que la primera, es
decir, la paz, como política de gobiernos.
Al
jamás asumirse la paz como una política de Estado, los gobiernos que entablaron
diálogos conducentes a lograr acuerdos con los grupos insurgentes, encontraron
una mayor resistencia y/o molestias en los militares, que a toda costa
insistían en jugar a la guerra, sin que ello significara que hubiese la
capacidad de eliminar militarmente al enemigo interno. Solo hasta la llegada de
los recursos del Plan Colombia, las fuerzas militares y en particular el
Ejército, se creyó posible derrotar a las guerrillas, en particular a las Farc.
Por
ese camino, el Ejército se consolidó como un actor político fundamental, que
operaba, presuntamente, bajo el control civil de los presidentes de la
República. La sumisión al poder civil no ha sido tan real, incluso, después de
la reforma constitucional de 1991 que determinó que el ministro de la Defensa sería
un civil y no un militar de carrera como ocurría antes. Tres ejemplos probarían
que dicha subordinación ha sido más bien formal y no real: el primero, el golpe
que le dieron, por 48 horas, al entonces presidente Belisario Betancur Cuartas
para la retoma del Palacio de Justicia, atacado torpemente por el M-19; el
segundo, la nula aprobación o el no acompañamiento de los militares a los
diálogos de paz del Caguán; y el tercero, de reciente ocurrencia, cuando Iván
Duque Márquez, en su condición de comandante supremo de las fuerzas armadas,
apoyó al general Zapateiro, cuando el alto oficial decidió deliberar,
participar en política y violar la Carta Política.
El
único presidente que asumió la paz como política de Estado fue Juan Manuel
Santos, en virtud a estas circunstancias contextuales: 1. Iba a estar ocho años
como presidente. 2. El cansancio en la guerrilla de las Farc, gracias en buena
medida a los duros golpes recibidos durante el gobierno de Uribe Vélez. 3. Santos
dispuso una narrativa que apuntaba a posicionar la idea de que negociar con las
Farc era un triunfo militar de un ejército glorioso y no la claudicación, como
siempre lo vio el uribismo.
Con
esa narrativa, Santos logró llevar a la mesa técnica a militares activos,
asunto clave para la negociación con las Farc, en la medida en que siempre fue
una aspiración-exigencia de esa guerrilla. También dejó una fuerte división al
interior de la fuerza, asunto que supo aprovechar el gobierno uribista de Iván
Duque Márquez, para volver a dejar el manejo del orden público y la
consolidación de la paz, en una cúpula tropera, en particular, en manos del
general Eduardo Enrique Zapateiro Altamiranda, hoy investigado por peculado,
según informaron Cambio y Noticias Uno.
Así
entonces, tanto las ejecuciones extrajudiciales o falsos positivos, como la
corrupción al interior de las fuerzas militares, constituyen no solo una prueba
irrefutable de la degradación misional de cientos de uniformados, sino que son
la expresión clara de que la sumisión al poder civil es meramente formal, lo
que hace posible que el general Zapateiro pueda violar la constitución sin que
medie investigación alguna por parte de la Procuraduría General de la Nación.
El
acto de deliberación política del general Zapateiro es un desafío al orden
constitucional y una advertencia a los
candidatos presidenciales, en particular a Gustavo Petro: los gobiernos pueden
continuar jugando a la paz como política temporal, mientras que el juego de la
guerra depende exclusivamente de los intereses del generalato que aún admira a
Álvaro Uribe Vélez. La degradación misional al interior de las fuerzas
militares continuará porque la dirigencia política y empresarial naturalizó el
ethos mafioso y eso es suficiente para que los oficiales troperos sigan siendo
un poder político determinante en escenarios electorales.
Imagen tomada de Villegas Editores. https://www.google.com/search?q=ej%C3%A9rcito+nacional+de+colombia&sca_esv=81be24a89c2bd647&rlz=1C1UUXU_esCO975CO975&tbm=isch&sxsrf=AM9HkKlXxklj5UdKZMJIcLxwFACPxVbcrQ:1702779876248&source=lnms&sa=X&ved=2ahUKEwj9152ttZWDAxWDTDABHZqjB_MQ_AUoAnoECAEQBA&biw=1366&bih=641&dpr=1
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