Por Germán
Ayala Osorio
Colombia parece condenada a vivir con guerrillas que, a pesar de que todos los días las circunstancias contextuales, nacionales e internacionales, les anulan cualquier posibilidad de tomarse el poder a tiros, insisten en mantenerse levantadas en armas como parapeto político que oculta el real interés de ganar terreno en el mundo de las economías ilegales a las que se entregaron de cuerpo y alma. La presencia de los "guerrilleros" se explica más por el poder intimidante que ejercen en zonas periféricas que el Estado abandonó o aquellas en las que hay poco interés de consolidar instituciones y fortalecer procesos civilizatorios de largo plazo.
Con el paso del tiempo, la operación de esas "guerrillas" da vida a una forma de empleo, que bien podría el DANE considerar en sus análisis. Es decir, vestirse y actuar como guerrillero es un empleo más, en un país con un débil aparato productivo y una creciente informalidad laboral. No faltará quien señale que “existen aún las condiciones y las circunstancias históricas que legitimaron el levantamiento en los convulsos años 60”, lo que justificaría la presencia otoñal del ELN. Esa narrativa quedó sin sentido con el acuerdo de paz de La Habana.
Bajo esa
perspectiva, la incapacidad de las "guerrillas" de tomarse el poder a tiros y su
conversión en una bolsa de empleo ilegal, convierte en anacrónica su
lucha, esto es, la despolitiza, y, por tanto, invalida cualquier propuesta de
diálogo de paz que salga de sus comandantes que dejaron de ser revolucionarios
(¿algún día lo fueron?) para convertirse en capataces o jefes de vulgares cuatreros.
¿Hasta cuándo
el país, la sociedad y la comunidad internacional que acompaña los esfuerzos de
pacificación de diversos gobiernos, incluido el actual, van a soportar la
terquedad y las cínicas posturas de unos “comandantes” que ya no mandan, como
señaló el presidente Petro, pero insisten, forzadamente, en mantenerse
vigentes?
En
particular, estoy cansado de ver a los señores del ELN y las llamadas
disidencias farianas salir en televisión hablando de paz, cuando lo que menos
les interesa es dejar las armas y aceptar las reglas de la imperfecta
democracia que hemos construido en 200 años de República. ¿Qué es lo que
realmente quieren?
En lugar de insistir en mesas temáticas y protocolos de seguimiento a lo pactado en endebles mesas de diálogo, deberían de tomarse el tiempo para discutir qué quieren, cuál es la razón de ser que los impulsa a mantener su insensata lucha y sin futuro alguno. ¿Vale la pena insistir cuando la población civil les teme, los aborrece o en el peor de los casos, los sigue y respeta más por miedo y conveniencia, que por la comprensión y aprobación de su debilitado proyecto político?
Insisto: lo
peor que le pudo pasar al ELN fue la firma del Tratado de Paz entre el Estado y
las entonces Farc-Ep. Con ese armisticio, su lucha perdió sentido de
oportunidad y validez. En cuanto a las disidencias, estas quedaron en el peor
de los escenarios, por cuanto sus aspiraciones políticas seguirán atadas al
pasado que compartieron con la matriz ideológica y política con la que Santos
negoció en 2016. Su existencia residual pesa más que la legitimidad que venía
asociada a la desaparecida marca Farc-Ep. ¿Hasta cuándo?
Imagen tomada de EL ESPECTADOR.COM
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