Por Germán Ayala Osorio
La potenciación en Colombia del clasismo, del racismo y del
arribismo está atado a la perversa relación amigo-enemigo que se promovió desde
el Estado por la presencia histórica de las guerrillas y desde los sectores
tradicionalmente acomodados económica y políticamente. En esas circunstancias,
el colombiano promedio entró en una dinámica de competencia extrema no solo por
sobrevivir, sino por alcanzar un reconocimiento social esquivo, por cuenta de
su origen de clase y de un ejercicio político circunscrito al linaje de unas
cuantas familias que por (des) gracia del destino, emergieron para controlar el
Estado y a través de este, definir las condiciones de vida de millones de sus
connacionales.
Llegará el momento de hacer un balance de lo que nos dejó la
irrupción de las guerrillas en los años 60, más allá de los ámbitos militar y
político en los que tradicionalmente se inscribieron los análisis y la
comprensión del devenir de la confrontación armada. Y dicho análisis bien
podría partir de la relación amigo-enemigo que brotó de la doctrina de
seguridad nacional y por supuesto, de las naturalizadas prácticas de lo que se
conoce como el racismo estructural, el clasismo y el arribismo, tres graves fenómenos
en los que confluyen el individualismo moderno como máxima expresión de la
crisis de la solidaridad y de todo aquello que dio sentido a que el ser humano
es, fundamentalmente, un animal social. Y en el arqueo al conflicto armado
interno, con todo y sus protagonistas, hay que decir que el aborrecimiento o la
tirria desbordó el escenario militar y político, y se instaló en las relaciones
sociales cotidianas, en las maneras de asumir la economía y de entender el
sistema capitalista y, por supuesto, en la consolidación de un sistema político
que, en lugar de promover prácticas democráticas, terminó por afianzar un
cerrado modelo de democracia social, económica y política.
En ese camino, odiar o la repulsión hacia el Otro diferente,
se volvió paisaje en Colombia. No importa si primero empezamos a odiar a los
negros, a los indígenas, a los campesinos; o a los homosexuales, a los de
izquierda e incluso, a los poetas, marihuaneros, a los guerrilleros o los
nadaistas. Lo realmente importante es reconocer es que los resquemores los
empezamos a tramitar en función del lugar que cumplía cada uno de los
anteriores y de otros que se pueden sumar a esta penosa lista, o al lugar, en
términos de reconocimiento, que pretendía alcanzar dentro de una sociedad poco
dada a la discusión dialogada de las diferencias.
Por todo lo anterior, los riesgos de vivir juntos en Colombia
son altísimos por cuenta de una notable resistencia a reconocer a los Otros, lo
que sin duda alguna constituye un problema comunicativo y dialógico que hace
imposible matizar los peligros de convivir. Decía Touraine que “cuando estamos
todos juntos, no tenemos casi nada en común, y cuando compartimos unas
creencias y una historia, rechazamos a quienes son diferentes de nosotros”.
Quizás la mayor marca que como sociedad exhibimos sin asomo
alguno de vergüenza es la del “valor humano inferior” del que habla Norbert
Elias, asumido por grupos superiores como un arma que usan contra otros grupos
en el marco de una lucha por el poder, por conservarlo o adquirirlo, asumida
esa lucha como un medio para conservar la superioridad social que le precede a
quienes hacen parte de esos grupos superiores.
Con la llegada al poder de Gustavo Petro y el empoderamiento
de miembros de comunidades históricamente marginadas y miradas como
“inferiores” (negros, campesinos, indígenas y ciudadanos pobres de barriadas en
las principales ciudades del país) se pueden consolidar los odios en esos
“grupos superiores” que perdieron el poder político, hacia quienes hoy gozan
del privilegio de ser reconocidos por el presidente de la República.
Justamente, esos “grupos superiores” fueron durante mucho tiempo la fuente
desde donde salieron los elementos y los valores sobre los que fundaron el
clasismo, el arribismo y el racismo. Quienes hoy están en la Oposición, en la
resistencia y en contra de Petro son los responsables y aupadores de esos tres
fenómenos socioculturales que instalaron en Colombia disímiles formas de
violencia, en las que sobresalen prácticas de animadversión étnica, ideológica
y política.
Es poco probable que después de cuatro años de un gobierno
progresista y cercano a los históricos “nadies y las nadies” se logre un cambio
sustancial en las relaciones sociales, fundadas en lo económico. Por el
contrario, una vez regresen al poder los aupadores del clasismo, arribismo y el
racismo, lo más probable es que la inquina bidireccional aumente y escale a peores
formas de violencia contra los proyectos colectivos de afros, indígenas y
campesinos, y contra esos otros ciudadanos invisibles que deambulan en las
barriadas de las principales ciudades del país.
Por todo lo anterior, lo que realmente necesita Colombia es
un profundo cambio cultural. El problema está en que nadie lo está liderando.
Por el contrario, las empresas mediáticas, azuzadas por sus propietarios y periodistas
que practican muy bien el clasismo y el arribismo, están en la tarea de profundizar
el racismo y esos dos más fenómenos que nos hacen ver como sociedad premoderna,
incivilizada, violenta y estúpida.
Imagen tomada de RCN
No hay comentarios:
Publicar un comentario