Por Germán Ayala Osorio
Las corralejas que se realizan en
pueblos y las corridas en ciudades capitales como Bogotá, Medellín, Cali y
Manizales, entre otras, comparten circunstancias y diferencias. A pesar de contrastes
y parecidos, ambos espectáculos resultan violentos, anacrónicos y con una
enorme carga de estupidez, muy propia de la condición humana.
En redes se hizo viral el castigo al que fue sometido un torete por cuenta de una docena de hombres que lo patearon en el suelo, hasta producirle la muerte. Aunque el hecho sucedió durante una corraleja en Necoclí (Antioquia), ese tipo de espectáculos son propios de pueblos de la costa Atlántica y Antioquia, cuyos habitantes comparten un bajo capital social y cultural, así como comportamientos violentos y machistas.
Esa tradición violenta de pueblos
de la costa Atlántica y en este caso de Necoclí expone con enorme claridad elementos culturales que
gravitan en la vida de esas comunidades. Esos elementos son: corrupción política,
subdesarrollo (falta de infraestructura y bienestar colectivo), procesos
civilizatorios truncos (mala educación, machismo, exceso en el consumo de alcohol y
el no acatamiento de las normas) y altos grados de ignorancia y estupidez,
sostenidos en una postura antropocéntrica que se alimenta a diario en los
medios masivos, en las narrativas callejeras, en las escuelas y en los núcleos familiares
en donde poco o nada se dialoga y mucho menos se discute sobre la conveniencia
o no de conservar semejante tradición.
En las corralejas de esos pueblos,
atrapados y arrastrados por el “realismo mágico” y la subcultura antioqueña, hacerse hombre y comportarse
como Macho cabrío tiene el desafío de enfrentarse a un toro, preñar a varias
mujeres y tener hartos hijos. Al hacerse colectivo, la testosterona ebulle sin
control en esos machitos que no han encontrado en su empobrecido entorno
cultural cómo tramitar esas masculinidades orientadas siempre a mostrar la
fuerza, el vigor y el arrojo, a través de la violencia, que incluye peleas
callejeras y enfrentarse a un animal no humano.
Se suma a lo anterior, la
incapacidad de las autoridades civiles de hacer cumplir la norma que impide
maltratar a esos animales no humanos porque se consideran seres sintientes. Esa
complacencia de las autoridades se explica porque sus gobernantes son hijos de
esa cultura anacrónica, lo que los obliga a seguir esos patrones comportamentales,
por el alto riesgo que implica ponerse en contra de la “tradición” de un pueblo
que no encuentra otra forma de divertirse.
Hay que trabajar en esos pueblos
el diseño de proyectos culturales que ayuden a superar esa violenta tradición, pero,
sobre todo, a modificar los valores y las ideas de ser Hombre. Cuando se den
cuenta que este país lo que menos necesita son ese tipo de Machos cabríos,
entonces quizás puedan superar la anacrónica tradición de hacerse hombre,
violentando toros y vaquitas.
Entre las diferencias que existen entre las corralejas de esos polvorientos pueblos de la “costa” y las corridas de toros en ciudades capitales están el clasismo y el esnobismo, alimentados por un “culto” periodismo taurino y las empresas mediáticas que se benefician de la pauta publicitaria de anunciantes que patrocinan las costosas ferias de Cali y Manizales, entre otras. El machismo también está presente en las corridas de toros, pues allí, hombres perfumados y educados exhiben a sus mujeres como trofeos; también aparecen los traquetos y lavaperros, haciendo lo propio con sus voluptuosas “hembras”, “reparadas” (operadas) en gravosas clínicas de la ciudad. Las corridas de toros son el escenario social predilecto para aquellos y aquellas que disfrutan de ser observados, criticados y registrados en las páginas sociales de los periódicos y noticieros de televisión.
Imagen tomada Somos Puentes
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