Por Germán Ayala Osorio
Mientras en el país crece el debate
entre aquellos que siguen instalados en la economía basada en los combustibles
fósiles y quienes plantean iniciar cuanto antes la transición hacia el uso de
energías limpias, el factor cultural que acoge a los dos bandos continúa
estancado en los límites y limitaciones de una ciudadanía que, fondeada en el
individualismo, el racismo y el clasismo, desconoce la historia de su país, desprecia
el valor de la biodiversidad y la importancia de la pluriculturalidad. Y quizás
haya que reconocer en esos millones de ciudadanos que habitan el territorio
nacional el poco interés que muestran por conocerla y por encontrar en su
revisión y estudio patrones culturales que, a manera de taras, impiden la
comprensión sistémica de los problemas y
de los conflictos y la resolución o transformación dialogada de los
mismos.
Por ello, hacer una transición
cultural que nos lleve como sociedad a estadios de co-responsabilidad tan
necesarios para superar el individualismo, el racismo y el clasismo, nos va a tomar
más tiempo, de continuar esos millones de ciudadanos con esa actitud “importanculista”
frente a la naturaleza y frente al
devenir de las vidas de connacionales que hoy sobreviven en condiciones de
miseria y de las mujeres víctimas del vigente sistema patriarcal.
El desprecio por la lectura, muy
propio de estudiantes de colegios y universidades y de miembros de la élite
tradicional, constituye un factor importante a tener en cuenta para la
transición cultural que debemos dar, si queremos avanzar y llegar a estadios éticos
en los que cada uno de nosotros asuma responsabilidades
individuales y colectivas. Que el ingeniero y excandidato presidencial, Rodolfo
Hernández se jacte de su riqueza y que la asocie a que jamás leyó un libro en
su vida es un ejemplo que nos lleva justamente a evitar hacer la transición
cultural de la que aquí se habla.
Llegar a instancias de poder político,
social y económico solo a expensas de la tradición familiar o por la fuerza de
los linajes, las palancas o por las demostraciones violentas, fueron, poco a
poco, eliminando el valor de la lectura, en particular cuando a través de esta
nos expone al riesgo de revisar nuestras propias certezas, e incluso a
replantearnos los referentes con los que crecimos en materia de liderazgo,
masculinidad, feminidad y relaciones con los ecosistemas y con las comunidades “subalternas”
asociadas a estos.
Dentro de esa transición cultural
caben la superación de los dualismos modernos, así como las lecturas
reduccionistas aprendidas de un ejercicio periodístico cuyo interés está en
reproducir esos patrones comportamentales (clasismo, racismo e individualismo)
y por esa vía, ralentizar los cambios y la transición cultural que nos urge
como sociedad hacer, para superar no solo los ya señalados patrones, sino para
alcanzar niveles altos de eticidad que terminen por consolidar unos mejores
procesos civilizatorios.
Colombia necesita de un profundo
cambio cultural. Las grandes mayorías necesitan de una educación que, basada en
la lectura y la escritura, les permita enfrentar, discursivamente, los abusos
de quienes ostentan cualquier forma de poder. No puede ser que en pleno siglo
XXI aún haya ciudadanos que coman cuento de asuntos como el “rayo
homosexualizador” al que apelaron pastores para engañar a sus feligreses, y
llevarlos a millones a decir No al pasado plebiscito por la paz de 2016. Una
educación secular, fundada en ejercicios de pensamiento crítico, aportaría a la
transición cultural que como sociedad debemos dar si de verdad queremos
proscribir el ethos mafioso que guía la vida de los miembros de la élite
tradicional y la de millones de colombianos.
Sin duda alguna es importante hacer
la transición energética, pero lo es más, jugársela por una transición cultural
que contenga, por ejemplo, una mirada ética ecológica fundada en el
reconocimiento y en el respeto por la vida de los demás, esto es, los animales
humanos y los no humanos, y en general, por la vida ecosistémica.
Imagen tomada de Semana.com
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