Por Germán Ayala Osorio
La crisis humanitaria y de orden
público que explotó en el Catatumbo está íntimamente asociada al sempiterno
centralismo bogotano que genera una presencia diferenciada del Estado en territorios
periféricos y fronterizos alejados de los más importantes centros urbanos de
poder: Cali, Medellín, Barranquilla y Bogotá.
Adicional a esa histórica circunstancia
en la que viene operando el Estado colombiano se suman decisiones políticas como
aquellas que confluyeron en la apuesta del uribismo de “hacer trizas ese
maldito papel que llaman el Acuerdo final” y por supuesto en el sostenido
proceso de lumpenización del ELN y las disidencias convertidas en estructuras narco
armadas y sicariales que operan gracias
a las finas relaciones con agentes de poder legal que se lucran de los negocios
de la guerra y la producción de cocaína. Dichos agentes están en Bogotá y suelen
fungir como “salvadores” y portadores de
las soluciones a los problemas estructurales evidenciados en la zona del
Catatumbo.
Aunque los “territorios
nacionales” ya no existen como realidad político-administrativa desde la Constitución
del 91, el abandono y el desprecio siguen siendo principios rectores en la
operación estatal en aquellos 9 departamentos y extendido a otros como el Cauca,
la zona del Catatumbo y en general en las jurisdicciones de Santander y Norte
de Santander. El manejo infantil y estúpido que Iván Duque le dio a la crisis
fronteriza con Venezuela es un antecedente irrefutable y un factor que debe
tenerse en cuenta a la hora de explicar la realidad que hoy cubren de manera
tendenciosa y amarillista los medios hegemónicos en su afán de responsabilizar
al actual gobierno de esa crisis en el Catatumbo; “agravada”, según esos mismos
estafetas del Establecimiento por el viaje a Haití del presidente Petro.
Así las cosas, los hechos
violentos protagonizados por esas estructuras mafiosas y armadas en el
Catatumbo es la constatación del fracaso del Estado como forma de dominación y
estructura legítima de poder. Tiene razón el presidente Petro al decir que esa
crisis humanitaria y de seguridad es la representación del fracaso de la Nación.
Se trata de “soberanías en vilo y en disputa” como lo planteó María Teresa Uribe.
Igualmente, la lamentable situación
en el referido territorio obedece a que el uribismo en sus 20 años al frente
del Estado jamás se interesó en consolidar una visión de Estado más allá de la
relación moral amigo-enemigo que naturalizó Uribe Vélez y que sirvió de guía
moral a Santos y Duque que le dieron continuidad en sus gobiernos. De allí que
los elenos y otras estructuras criminales igualmente lumpenizadas vienen
debilitando la legitimidad social del Estado (local, regional y nacional) a
partir de la conquista, el respeto y la sumisión de comunidades rurales y semiurbanas
que jamás tuvieron al Estado como una forma decente de poder y orden.
Quizás por tratarse de una
respuesta coyuntural la declaratoria de la Conmoción Interior no pueda arrebatarle
por completo la forzosa legitimidad ganada por los ilegales, pero si podría dejar
las bases ético-políticas para que esa parte de la sociedad colombiana entienda
que los problemas de orden público que hoy padecen están atados a unos procesos
civilizatorios que devienen truncos y debilitados. Cada ciudadano y ciudadana de
esa turbulenta zona está en la obligación de reflexionar, más allá de las amenazas
de sus victimarios, incluyendo al propio Estado, qué responsabilidades deberán
asumir como colectivo en lo que hoy es una incontrastable crisis civilizatoria.
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