Por Germán Ayala Osorio
Es
poco probable que en lo que queda de este gobierno uno de los grupos armados
ilegales con los que dialoga, decida firmar el armisticio y reinsertarse a la
vida social, política y económica del país. Por ello, es hora de hacer un
balance del proyecto de la Paz Total desde dos perspectivas o factores, en particular,
desde uno muy poco tenido en cuenta al momento de evaluar iniciativas de paz.
El
primer elemento tiene que ver con el carácter maximalista que el jefe del
Estado le dio a esa iniciativa de paz. La verdad es que se trata de una
verdadera espada de Damocles que amenaza todos los días el destino de los diálogos
sostenidos con el ELN y las disidencias farianas de los “Ivanes” Mordisco y
Márquez. No dedicaré más líneas a ese factor.
El
segundo elemento, del que poco se habla y que podría tener más peso e
importancia que ese maximalismo, tiene que ver con los orígenes políticos y de clase
de los presidentes de la República. En varios casos, esa circunstancia sirvió, en
doble vía, como fuente legitimadora de la lucha guerrillera y como una manera
de reconocer, a nombre del establecimiento colombiano, que efectivamente había
razones históricamente objetivas que justificaban el levantamiento armado de
las guerrillas en los convulsionados años 60.
Desde
Belisario Betancur, pasando por Andrés Pastrana y su fallido proceso de paz del Caguán,
hasta llegar a Juan Manuel Santos, todos los procesos de diálogo adelantados estuvieron
marcados por ese particular elemento. Sin duda alguna, ese factor coadyuvó a
que aquellas búsquedas de la anhelada paz en Colombia estuvieran sobrecargadas
de una legitimidad otorgada en función de ese factor de clase. Los que en
nombre del establecimiento colombiano mostraron interés en pacificar al país a
través del diálogo y la cesión de algo de poder, lo hicieron convencidos de que no les iban a permitir afectar la viabilidad del proyecto político de la derecha. En este punto
hay que señalar que Betancur y Santos mostraron un genuino interés de alcanzar
la paz, mientras que Andrés Pastrana usó los diálogos del Caguán como una
estratagema con la que buscó exponer internacionalmente a las Farc-Ep, al
entregarle sin verificación y sin control alguno los 42 mil kilómetros
cuadrados que esa agrupación usó para armarse y traficar con droga. Las Farc-Ep "cayeron" en la trampa que les montó Pastrana, en virtud a su torpeza para leer el contexto internacional y porque estaban convencidos aún de que podrían tomarse el poder a tiros.
Así
entonces, el pasado político y la clase social de los presidentes de la República
ha sido un factor clave para los grupos armados ilegales que lo vieron siempre
como una fuente inagotable de reconocimiento político de su lucha armada. Al
llegar Petro a la Casa de Nariño y al no estar ese elemento sociopolítico, la ya
naturalizada legitimidad de las estructuras armadas (ELN y disidencias
farianas) empezó a erosionarse. Por venir Petro del M-19 y de hacer parte del
único proceso de paz exitoso (el de La Habana sigue siendo un proceso, porque
está en la etapa de implementación de lo acordado), esos grupos “guerrilleros” asumieron
erróneamente que el presidente Petro había traicionado el proyecto revolucionario
que alguna vez cobró vida con la Coordinadora Nacional Guerrillera. Vaya error.
Al ser Petro un outsider, no arrastra la obligación moral de los hijos de la élite, de conversar con los grupos armados ilegales. El actual presidente propuso una agenda de paz, pensando en minimizar el sufrimiento de la población civil, pero alelado de cualquier compromiso atado a un origen de clase que él, por supuesto, no puede exhibir.
En
varias ocasiones el presidente Petro ha deslegitimado las luchas del ELN y las
disidencias de las Farc-Ep, reduciendo su operación militar al poder que les da
las economías ilegales. Aquel epíteto que Petro lanzó contra alias Iván Mordisco,
de “traqueto vestido de revolucionario” da cuenta de la manera como el jefe del
Estado asume la lucha armada de unos grupos que, a su juicio, sobreviven por las economías ilícitas (explotación de oro, tráfico de drogas y secuestros extorsivos) que les da con qué comprar
armas. Planteadas así las cosas, esas organizaciones criminales dejaron de
preocuparse por justificar, hacia adentro y hacia afuera, su confrontación
político-militar con el Estado. Lejos está Petro de reconocerles legitimidad
alguna a quienes se quedaron viviendo en el pasado y anhelando el viejo
socialismo de la Unión Soviética.
Para ponerlo en términos coloquiales hay que decir que Petro
no les come cuento, no les cree, porque él mismo es ejemplo vivo de que es
posible, desde la institucionalidad y bajo las reglas de la imperfecta democracia
colombiana, lograr los objetivos que orientaron su lucha armada y
revolucionaria en los años 70.
Lo
más probable, entonces, es que, a dos años de culminar su administración, Petro
no logre la Paz Total a la que le apostó alejado de cualquier intención ideológica
y política de legitimar a unas organizaciones armadas que hace rato perdieron
el rumbo y que dejaron de representar al “pueblo” por el que se levantaron en armas
contra el Estado. Difícilmente representan a esa vieja izquierda que no creyó necesariamente en
la revolución armada y en la combinación de todas las formas de lucha. El ELN y las disidencias farianas se representan a ellas mismas y al espíritu decadente que poco a poco las redujo a unas simples organizaciones criminales.
Imagen tomada de Prensa Llanera
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