Por Germán Ayala
Osorio
Ya casi cumple dos años Gustavo
Petro como jefe de Estado. Y en su ejercicio del poder, se advierte un
atrincheramiento político e ideológico, fruto de la combinación de circunstancias
como el desinterés de la derecha y del propio presidente de construir un gran
acuerdo nacional sobre una realidad inobjetable: se requieren ajustes
estructurales en materias laboral, de salud pública y pensiones. A lo que se suma
la proscripción del factor que permite que esos tres asuntos vengan operando
mal de tiempo atrás: la corrupción público-privada, fruto de un naturalizado
ethos mafioso que la sociedad en su conjunto incorporó, el mismo que guía las
acciones de operadores políticos y judiciales.
La manida frase “hacer un acuerdo
sobre lo fundamental” quedó pulverizada por la intención manifiesta del actual gobierno
de sacudir y cambiar las viejas correlaciones de fuerza que permitieron la
consolidación de un régimen político mafioso y criminal, generador de múltiples
violencias durante más de 50 años.
Al tiempo que se produjo la
desaparición de la trillada sentencia, la movilización social y las acciones colectivas
se volvieron pan de cada día, expresión genuina de la división política y la
confrontación ideológica que hay en el país por cuenta de la llegada del primer
gobierno de izquierda, pero por, sobre todo, por la inquina que genera que un
exguerrillero esté sentado en el Solio de Bolívar. Por ese camino, la
democracia, como régimen de poder, viene quedando reducido a lo que se pueda
hacer en las calles. Mientras que el gobierno Petro le apunta a una democracia
plebiscitaria, la derecha le apuesta a movilizaciones masivas que bien pueden
terminar en la parálisis voluntaria de sectores económicos para provocar una crisis
política que impida que Petro finalice su mandato.
El odio hacia Petro no está
soportado tanto en que esté haciendo las cosas mal y llevando el país hacia el
abismo o hacia el Castrochavismo, sino en que las élites tradicionales
no están dispuestas a ceder un centímetro en sus privilegios. En el fondo, hay
dos ideas irreconciliables alrededor de lo que debe ser el Estado: mientras que
Petro piensa en un Estado de Bienestar, tipo europeo, la derecha tradicional
(el uribismo) quiere un Estado mínimo y corporativo que da migajas, en lugar de
esforzarse por asegurar el cumplimiento de lo consignado en la Carta Política
de 1991. En este punto hay que decir que
lo vivido en la antigua URSS y en Venezuela, entre otros ejemplos, hace posible
afirmar que el socialismo usa el asistencialismo y el control ideológico para
someter a sus ciudadanos; y lo visto en países como Estados Unidos y Colombia, permite
sostener que el capitalismo usa el mercado para controlar a sus ciudadanos. Más
claro: el socialismo cría ciudadanos estatizados; y el capitalismo forma
ciudadanos-clientes. En los dos sistemas la democracia es una formalidad.
Las marchas en pro y en contra
están sumiendo al país en una confrontación política que exaspera los ánimos,
consolida peligrosas animadversiones ideológicas, el clasismo y el racismo, lo
que puede llevarnos, en las elecciones de 2026, a violentas confrontaciones
callejeras si ambas partes no morigeran sus narrativas y los medios masivos hegemónicos
hacen lo propio. Es urgente un llamado a la calma.
En las movilizaciones de la
oposición aparecieron consignas que dan cuenta de evidentes problemas conceptuales
en quienes gritaban, por ejemplo, Petro Dictador. Si realmente estuviéramos
viviendo bajo un régimen dictatorial, tipo Nicaragua, Venezuela o El Salvador,
muy seguramente los políticos del Centro Democrático (CD) y Cambio Radical (CR)
estuvieran presos en las cárceles estatales o perseguidos por la inteligencia
del Estado. Es más, este gobierno de izquierda ha ofrecido hasta hoy más
garantías a sus detractores, enemigos y a la oposición, si lo comparamos con lo
ocurrido durante los gobiernos de Turbay Ayala, los aciagos ocho años de Uribe
Vélez y los cuatro de su títere-presidente, Iván Duque Márquez.
Pero, así como aparecen nuevas
arengas, que con el tiempo se convertirán en frases y fantasmas, es claro que
van muriendo otras que aportaron a la señalada confusión conceptual y al aborrecimiento
hacia Petro y de su séquito. Van desapareciendo de las narrativas apocalípticas
a las que apeló la derecha, en la campaña de 2022, con el propósito de asustar
a millones de colombianos que odian y temen a todo lo que huela a izquierda. En
buena medida, esos miedos se explican por los crímenes cometidos por guerrillas
de izquierda que por 50 años intentaron tomarse el poder a tiros.
El más importante fantasma que
salió de circulación está asociado a la frase “nos vamos a convertir en
Venezuela”. Lo cierto es que no hubo y no hay escasez de papel higiénico,
la curiosa preocupación de cientos de miles de colombianos durante la pandemia
del covid19, y mucho menos hay desabastecimiento de alimentos. La inflación cede poco a poco, lo que
indica un manejo macroeconómico responsable. A pesar de una posible desaceleración
económica y de la ortodoxia del Banco Emisor en el control de las tasas de
interés, el gobierno de Petro viene cumpliendo la regla fiscal y las
recomendaciones del FMI. Lejos estamos de convertirnos en Venezuela.
Eso sí, mientras ya nadie habla de Castrochavismo y del espectro aquel que
no dejó dormir a millones de colombianos durante las elecciones de 2022, se
empieza a hablar de la intención de Petro de perpetuarse en el poder. Ya Petro
dijo que en el 2026 saldrá de la Casa de Nariño, pero exhortó a sus seguidores
a buscar el triunfo, para consolidar el cambio.
Imagen tomada de Semana.com
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