Por Germán Ayala Osorio
“Rojo significa vida, mijo”, les dijo, en tono de papá
regañón, el alcalde de Cali, a la horda de hinchas del América que salieron a
cazar con machetes, pate de cabras y cuchillos a un hincha del Cali. Si,
salieron a asesinarlo porque portaba una camiseta del Deportivo Cali. No les
importó que una mujer, al parecer su madre, lo acompañaba.
Contrario a lo que se pueda pensar, el Fútbol y Política
tienen mucho en común, en particular en Colombia. Comparten prácticas,
discursos, acciones y símbolos violentos. En otrora, conservadores y liberales
también salían a cazarse, a asesinarse, porque unos y otros agitaban trapos
alusivos a los partidos políticos Liberal y Conservador; la dirigencia de esas
dos colectividades, usó a sus militantes, los instrumentalizó para que, a
través de la violencia, les dieran gloria a quienes jamás les interesó
construir una nación civilizada; lo mismo hacen los equipos de fútbol con sus
hinchas: los usan, los instrumentalizan, para llenar las arcas de unas
organizaciones deportivas vendedoras de ilusiones, verdaderas fábricas de
frustrados que cada ocho días salen de sus casas a vomitar amarguras, pesares y
frustraciones en estadios, templos de múltiples formas de violencia. Como
barras bravas se identifican. No hay nada más que decir. Los periodistas
deportivos también se sirven de las hinchadas para ganar rating.
La corrupción, por ejemplo, es una práctica que comparten los
dirigentes políticos y deportivos. Señalado como corrupto por abogados y con
procesos disciplinarios y fiscales abiertos, Jorge Iván Ospina se atreve a
regañar e incluso a amenazar con judicializar a los miembros de la horda de
machitos que intentaron asesinar a quien tuvo la mala fortuna de ponerse el
odiado trapo verde. Y lo hace, porque estas infantes bestias poco o nada
comprenden de política, y mucho menos de las finas redes de corrupción que
conectan a políticos y dirigentes del fútbol. Baste con recordar los tiempos en
los que los Rodríguez Orejuela o Rodríguez Gacha metieron sus sucias manos en
el América y Millonarios y patrocinaron campañas de congresistas y hasta de
varios presidentes de la República. En general, el fútbol bien podría ser el
más grande lavadero de dinero de diversas mafias. A lo que hay que sumar las
prácticas esclavistas expresadas en la venta y compra de jugadores, en un
mercado mundial, de trata de deportistas.
Las medidas que anuncian las autoridades parecen sacadas de
un viejo y raído manual: se les prohibirá el ingreso a los estadios, serán
judicializados y reseñados; y antes de los partidos, más anillos de seguridad.
Más policías. Pero los violentos volverán porque el país sigue estancado en
disímiles formas de violencia, que expresan con inusitada claridad que nos
odiamos. Por ejemplo, la élite tradicional, odia a los pobres y a los jóvenes
que salieron a exigir sus derechos durante las movilizaciones durante el
estallido social. Dentro la policía hay policiales que odian a los pobres. Las
autoridades saben que antes, durante y después de los partidos, grupos de
hinchas pactan duelos a muerte a través de las redes sociales. Y optan por
dejar que dichos eventos ocurran. Los miembros de las guerrillas odian a los
que ellos llaman burgueses. También odian a la naturaleza, por eso dinamitan el
oleoducto caño limón-Coveñas. Y en elecciones, aspirantes de cargos públicos, ocultan
con un fino cinismo, su odio al pueblo que los abraza, que vitorea sus nombres.
Poco han valido los acuerdos entre barras y varios procesos
de intervención social en las barriadas de las que brotan las catervas
bestializadas, hijos todos de la Colombia mafiosa y violenta.
Quizás el mayor error que cometieron conservadores y
liberales fue pensar y creer en los discursos de los directores de los dos
partidos políticos; y quizás el error, grave por demás, de los hinchas del
fútbol, del Cali, del América, del Junior, de Santa Fe, de Nacional, de
Millonarios… es depositar en sus jugadores, la posibilidad de alcanzar la
felicidad.
A lo mejor la solución es más fácil de lo que parece: hay que
decirles a los hinchas de las barras bravas, que sus vidas son insignificantes
para los jugadores de fútbol y para los dirigentes. Decirles también que las
fortunas que acumulan sus ídolos hacen parte de un sistema político y económico
que necesita de ellos en calidad de subalternos y sometidos. Explicarles de una
vez por todas que su pobreza y frustraciones se las deben, por igual, a la
dirigencia política y del fútbol que los mira con desprecio. Si esta estrategia
no funciona, entonces no hay nada que hacer porque la enfermedad se llama
estupidez.
Adenda: hincha del Deportivo Cali, retirado de los estadios, por salud física y
mental. No me inspira volver a pisar las graderías del Palmaseca. Dejé de
sufrir, porque comprendí, a mis 20 años, que no podía seguir depositando mi
felicidad en las habilidades y en los intereses de 11 jugadores que jamás
supieron de mi existencia y mis anhelos.
Imagen tomada de Tropicana
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