Por Germán Ayala Osorio
Al no haber alcanzado el carácter
nacional, el conflicto armado interno y sus dinámicas fue perdiendo espacio
social y político en una sociedad urbana acosada por otros problemas,
considerados hoy mucho más graves: el hambre, el desempleo, la precarización laboral
y la corrupción público-privada.
Esa condición periférica, atada a la
ruralidad y a esa Colombia despreciada por la élite bogotana y sus espejos de
las regiones más desarrolladas, hizo que la lucha armada de las guerrillas se
diera con un relativo apoyo popular, a pesar de la insistencia de estas
agrupaciones subversivas de contar con el apoyo del “pueblo”. Más bien, eso de contar con el “respaldo del
pueblo” fue la fantasiosa narrativa a la que apelaron los líderes guerrilleros durante
procesos de paz, usados estos para fortalecerse militarmente, ganar treguas y
la atención política a sus demandas y reclamos, en particular a las que tienen
que ver con la concentración de la tierra en pocas manos.
Hablo en particular de la reforma
agraria que si bien no se dará en las dimensiones y aspiraciones de las
guerrillas y de las propias organizaciones campesinas, está tomando forma, si
tenemos en cuenta los esfuerzos que se
vienen haciendo con la titulación de predios y la compra de tierras a Fedegan.
Claro que ese impulso puede fracasar, pero el solo hecho de estar caminando,
les resta a las guerrillas presentes la razón de su lucha armada. De igual
manera, la recuperación de baldíos y los proyectos de reforma a la salud,
pensional y laboral, de muchas maneras dejan sin sentido el discurso
reivindicativo de todos los grupos subversivos. Aunque el fracaso político-legislativo
de las tres reformas, termina por legitimar a las organizaciones guerrilleras.
Es claro entonces que después de la
firma del Acuerdo Final en La Habana, entre el Estado y las entonces Farc-Ep,
social y políticamente la lucha armada que aún sostienen las disidencias, la
Segunda Marquetalia y el ELN, perdió sentido ante la opinión pública e incluso
ante esa parte del establecimiento que de tiempo atrás usó a su favor la
operación militar de las guerrillas, para consolidarse, a pesar de su histórica
y evidente ilegitimidad.
El respaldo de organismos
internacionales a los diálogos que se adelantan entre el actual gobierno y el
ELN está fundamentalmente dado por los intereses económicos que se despiertan
cuando un país biodiverso, con un Estado que arrastra problemas de control
territorial como el colombiano y cuyo desarrollo económico está atado a la
lógica extractivista, alcanza niveles óptimos de pacificación. Ese es un factor
que juega a favor de los elenos por cuanto la discusión del cambio del modelo económico
los legitima como organización político-militar.
Al insistir en la idea de ajustar o
cambiar el modelo económico, lo que hace el ELN es remplazar la fantasiosa
narrativa del respaldo popular que ellos mismos usaron para validarse
políticamente. En eso llevan más de 50 años. Es decir, el Ejército de
Liberación Nacional reencaucha su lucha con la ayuda del gobierno de Gustavo
Petro que, en su afán de alcanzar la Paz Total, esto es, de superar lo hecho
por Juan Manuel Santos en términos de la pacificación política del país, le
aceptó la idea de discutir el modelo económico.
El carácter maximalista de la Paz
Total está haciendo posible que los costos sociales, expresados en la pérdida
de respaldo popular del ELN, por sus equivocadas acciones militares, remplacen
el valor político con el que esa guerrilla justificó su alzamiento armado, por
la importancia que les da ser la primera guerrilla que logra, con un gobierno,
discutir en una mesa de diálogo el modelo económico. Ahora bien, si juzgamos el
golpe de mano que propinó el ELN a los 9 soldados que estaban durmiendo y los
recientes atentados dinamiteros contra el oleoducto caño Limón-Coveñas, su
carácter revolucionario sigue agrietándose, porque dichas acciones no cuentan con
respaldo popular.
Al decir el gobierno de Petro que no
habrá líneas rojas para adelantar los
diálogos con ese grupo armado ilegal, da vida a dos caminos. Uno sinuoso que no
sabemos a dónde vaya a llevar al país y el otro, más de cálculo político por el
tiempo extremadamente largo que tomaría firmar un acuerdo de paz con una
guerrilla que insiste en cambiar, de un momento a otro, las complejas circunstancias históricas en
las que viene operando el Estado y la democracia.
Ese primer camino sinuoso nos puede
llevar a serios niveles de incertidumbre y de crisis política, derivada de las
discusiones y decisiones que se tomen en la mesa de diálogo en torno al modelo
económico; y el segundo camino, en el que podrían confluir tanto los
negociadores del gobierno, como los del ELN, tendría como fin que cualquiera de
las partes, después de varios años de negociación, decida unilateralmente
pararse de la mesa por no encontrar voluntad política en la contraparte para
avanzar en los ajustes al modelo económico.
Lo que está haciendo Gustavo Petro es
jugar con el respaldo político de esa parte del pueblo que votó por sus ideas.
Apoyo que, por supuesto, está alejado de cualquier intención de cambiar el
modelo económico porque subsiste la clara convicción de que bajo ese mismo
modelo se pueden solucionar los problemas del hambre, el desempleo, la
precarización laboral y la corrupción público-privada. Quizás porque el
problema no está en el modelo económico, sino en el modelo de sociedad y
Estado, por cuenta de una élite mafiosa,
torpe y criminal que desde hace más de 30 años logró capturar el Estado, para
ponerlo al servicio de su avaricia y mezquindad.
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