Por Germán Ayala Osorio
Dicen que la Costa Atlántica es
otro mundo. Es posible que así sea, porque allá ocurren cosas raras,
maravillosas, ejemplarizantes y claro, otras que podrían avergonzar a quienes
comparten lo que confluye o no en eso que conocemos como el “realismo mágico”
de nuestro nobel de literatura, Gabriel García Márquez.
Pues bien, el diario El
Espectador registró un hecho curioso y hasta jocoso (ver nota): “La
escultura dedicada al hombre mamaburra que genera polémica en Sincelejo”.
La “obra” lleva por título Mi primer amor y da cuenta del fuerte arraigo de la
zoofilia, bien como práctica normalizada en algunas partes de la Costa
Atlántica o como mito. La inscripción que acompaña a la “obra” dice: se “rinde
homenaje al hombre costeño ‘mamaburra’ del Sincelejo de antaño”. Y es en este
preciso momento en el que recuerdo mi paso por el Ejército y la estadía de un
año entre La Guajira y Barranquilla.
Mis compañeros costeños del
contingente 4to del 83 aludían de manera jocosa a lo que ellos mismos llamaban
“María casquitos”, es decir, a la burra convertida en el “primer amor”.
Parecía, según sus propios relatos, una práctica zoofílica cierta y no un mito
como creen otros que es esa relación íntima con las burras que la escultura
busca representar. Es más, en una base militar en Uribia (frontera con
Venezuela), el entonces comandante contó que encontró varios portafusiles
abandonados al lado de un árbol al que sujetaron a una burra para accederla
sexualmente.
Más allá de si es cierto o no, o
si lo fue, lo que hay que apreciar en el fondo es el poder con el que nos
lanzamos al mundo, respaldados por la cultura dominante. Mientras que al salir
a la calle nuestro peor miedo es que nos roben el reloj, las zapatillas o el
celular, las mujeres temen ser tocadas, manoseadas, violadas o secuestradas
para convertirlas en esclavas sexuales. Esa
es una realidad fáctica que, asociada a eso de ser Hombre o Macho o ser capaz
de “estar” con una burra, facilita las expresiones del machismo y
consecuencialmente las disímiles formas de violencia de las que participamos:
riñas, discusiones acaloradas, castigos a ladrones que eufemísticamente llaman
“masajes” o simplemente, hablar duro.
Ojalá la polémica que desató la
curiosa escultura en Sincelejo sirva no para enaltecer la zoofilia, sino para
revisar las masculinidades que, asociadas al poder del miembro viril,
convierten a los hombres en bestias hambrientas capaces de saciar sus
“necesidades sexuales” así sea sometiendo a las nobles burras. Si la práctica
zoofílica hizo parte del pasado y ya no lo es, entonces en algo hemos avanzado.
En todo caso siempre será preferible recordar al “hombre caimán” y no a los
“hombres mamaburras”.
El mundo, en perspectiva
universal deviene masculino y masculinizante. Prueba de ello son el fútbol, las
guerras y el ejercicio tradicional de la política en un orden internacional
dominado por hombres.
En Colombia, esa circunstancia
terminó naturalizando el machismo y disímiles formas de violencia asociadas a
la obligación de portarnos como Hombres. Ser hombre, macho o varonil constituye
una enorme presión sobre adolescentes que deben dar cuenta de ese “mandato
natural”. De lo contrario, terminarán señalados como “flojos, mariquitas o poco
hombre”. Sobre ese marco general hay que comprender, más no aceptar, lo que hay
detrás de ese hecho noticioso que registró El Espectador con el ya citado
titular.
Imagen tomada de El Espectador.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario