Por Germán Ayala Osorio
El Congreso de Colombia opera, históricamente,
como una institución enemiga de la construcción de una verdadera República. Sus
curules han sido utilizadas como poltronas desde donde se limitan los derechos
constitucionales de las grandes mayorías y se dificultan y enrarecen las
relaciones con el constituyente primario.
Es el más grande “peaje” de la
corrupción público-privada. En ese entramado de corrupción suelen participar los
partidos políticos cuyas bancadas están prestas a “liderar” proyectos de
inversión en los territorios de donde son oriundos los “padres de la Patria”. Aparecen,
entonces, los intereses individuales de los HP (Honorables Parlamentarios),
quienes operan, realmente, como lobistas de las empresas, incluidas las EPS, que
aportaron millonarias sumas de dinero a sus campañas. Los salarios de estos HP
deberían de pagarlos esas mismas empresas, al fin y al cabo, son sus “sirvientes”.
En la financiación de las
campañas de estos HP empieza la corrupción y se confirma la naturalización del
ethos mafioso. Quizás, por esa circunstancia política y cultural es que se oponen
a que sea el Estado el que financie esas y las campañas presidenciales. No hay
manera de cambiar esa realidad que acompaña la operación sinuosa y mafiosa del
Congreso de la República, mientras existan empresarios interesados en
patrocinar a sus “hijos o amigos”, convertidos en peligrosos lobistas con
fuero. Los congresistas que promovieron el hundimiento del proyecto de reforma
al sistema de aseguramiento en salud constituyen el mejor ejemplo de lo que
significa ser lobista con fuero, al servicio de aquellos que se acostumbraron a
usar los billonarios recursos de la salud, para dar rienda suelta a sus veleidades
y vanidades.
Al Congreso llegan quienes desean,
en su gran mayoría, vivir de la política, que no es otra cosa, que aprovechar
el cuarto de hora, estar cuatro periodos para irse a vivir en una isla paradisiaca.
No los alienta la idea de servir y cambiar lo que viene funcionando mal en el
país. No. Se acomodan en el oscuro recinto a esperar que la clase empresarial o
multinacionales les digan qué hacer y sobre qué tema legislar, con el claro
propósito de acabar de privatizar el Estado, afectar la vida de los colombianos
o la de los ecosistemas naturales.
En esa corporación lo que menos
se discute y se construye es una visión de Estado, esto es, de uno moderno, con
espíritu republicano y capaz de consolidar un ethos prístino en una ciudadanía
que asume a los congresistas como los verdaderos enemigos del pueblo, incluso,
superando en perversidad y maldad a los grupos armados ilegales (narco paras y
narco disidencias).
El Congreso de Colombia opera
como la más grande sala cuna en donde se crían los hijos de una élite parásita,
violenta y degenerada. Los que se salvan
son muy pocos. En su gran mayoría, están ahí para enriquecerse y extender en el
tiempo los perversos mecanismos institucionales y para institucionales que les
permite lograr ese cometido. Y lo que es peor, es que ningún gobierno se atreve
a proscribir esas condiciones y mecanismos que para lo único que sirven es para
confirmar que hacerse a una curul es el mejor negocio que hay por cuanto la
ilegalidad y la trampa quedan legitimadas bajo el fuero congresional y la siempre
aparente pulcritud que se asocia a ese eufemismo con el que los y las
congresistas se reconocen: Honorable Parlamentario.
Esta frase de Pepe Mujica debería de inspirarlos porque vivió alejado del afán de enriquecerse: “Para mí la política es el arte de extraer sabiduría colectiva poniendo la oreja”. La vida austera del expresidente uruguayo y su coherencia ideológica jamás inspiraron a los ex congresistas de ayer y mucho menos a los que hoy ostentan esa “dignidad”. Prefieren tener como referentes a compañeros como Catherine Juvinao, quien en privado dejó claro para qué llegó al Congreso, además de defender a las EPS: “Necesito hacer dos Cámaras, dos Senados y luego me voy a una isla a ver el mar”.
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