Por Germán
Ayala Osorio
En su paso por el Congreso, Gustavo Petro fue un faro moral que llevó algo de luz a esa oscura corporación legislativa, que representa la corrupción y los más abominables vicios de la política colombiana. Su lucha contra los corruptos en buena medida le sirvió para que millones de colombianos confiaran en su proyecto político y, a través del voto, llegara a la Casa de Nariño a intentar cambiar lo que por décadas ha estado mal en Colombia.
Una vez en la presidencia, Petro sigue con la firme intención de exponer públicamente a quienes él considera son los verdaderos enemigos del país: los empresarios y banqueros que patrocinaron a los paramilitares o aquellos que, a través de millonarios recursos, convirtieron a congresistas en lobistas o lo que es peor, en sus mandaderos. Así, Petro sigue empeñado en consolidarse como un faro moral para una sociedad confundida moralmente como la colombiana.
El presidente
Petro funge como un agente moralizador y moralizante, mientras que la élite
tradicional se atrinchera y se defiende de los constantes ataques e
insinuaciones del jefe del Estado. En la “alocución” de ayer 31 de agosto, el
presidente de la República puso en evidencia a la empresa Argos, a la que
calificó como una organización despojadora. Casi de inmediato, salió el
expresidiario y expresidente Álvaro Uribe Vélez a defender la empresa
antioqueña. Horas antes, la presidencia de la cementera había enviado una misiva
al jefe del Estado, en la que señala que “no buscan polemizar, pero rechazan
cualquier señalamiento de despojo o desplazamiento”. Lo cierto es que hay sentencias en contra de Argos sobre asuntos de tierras.
Las ya conocidas
actuaciones corruptas del Grupo Aval, la animadversión que desde gremios como
la ANDI se alimenta en contra del presidente de la República, al tiempo que
promueven la candidatura presidencial del inefable fiscal general, Francisco
Barbosa; los desfalcos millonarios en
Reficar y Ecopetrol, entre otros casos y la captura de la fiscalía general de
la Nación a manos de grupos delincuenciales como el Clan del Golfo, ameritan la
concreción de un pacto político nacional soportado en un profundo cambio
cultural, más que en ajustes en las correlaciones de fuerza entre los sectores
de izquierda y la derecha.
Dicho pacto
deberá contar con la participación de los partidos políticos, a pesar de que,
al igual que los congresistas, estos vienen operando como goznes entre una
élite empresarial que está dispuesta a hacer lo que sea, con tal de extender en
el tiempo sus privilegios de clase y el control sobre los mercados. Esto último
consolida el carácter feudal y precapitalista de esa élite que cree en la mano
invisible del mercado, mientras que hace todo para controlar los mercados.
La élite tradicional
que fundó el “viejo” régimen colombiano tiene la oportunidad histórica de acordar
con el gobierno de Gustavo Petro unas nuevas reglas de juego político y económico
que lleven a proscribir el ethos mafioso que orienta la vida de millones de
colombianos, así como las decisiones políticas y las que atañan al mercado y las
actividades económicas y financieras.
Hay consenso en
que el país necesita cambios profundos en las maneras como se genera riqueza y
se socializa. Es claro que en este país la riqueza está concentrada en pocas
manos y en ocasiones, esos logros económicos y financieros están atados a
prácticas mafiosas como el pago de sobornos a funcionarios públicos y
congresistas, convertidos estos en bisagras de la corrupción público-privada. Fue
en el periodo presidencial 2002-2010 que ese ethos mafioso se naturalizó de tal
forma, que la corrupción se volvió paisaje.
A ese gran pacto
nacional (político y cultural) hay que invitar a las altas cortes, comprometidas
también en actos de corrupción y favorecimiento a poderosos sectores. Baste con
recordar los hechos del cartel de la Toga y la extraña decisión del Consejo de
Estado con la que se tumbó una sanción millonaria a Odebrecht y sus socios por el
pago de sobornos en la construcción de la Ruta del Sol II.
Así las cosas,
de continuar los ataques de lado y lado, el país entrará en una espiral de
violencia discursiva y política que hará que las elecciones de 2026 sean,
además de violentas, el escenario en el que la derecha irá con todo para
vengarse de lo hecho y dicho por el primer presidente de izquierda de Colombia.
Y la mejor forma de hacerlo será reversar lo actuado en materia de entrega,
devolución y titulación de tierras; los proyectos para activar el ferrocarril y
todas aquellas que estuvieron encaminadas a preservar las selvas y garantizar
la soberanía alimentaria. Y frente al ethos mafioso, se ordenará a los medios
masivos corporativos, guardar silencio sepulcral.
¿Serán capaces el presidente de la República, el banquero Sarmiento Angulo, el GEA, y la Andi, así como las altas Cortes, de sentarse a dialogar y firmar un pacto político y cultural que saque a Colombia del lodazal inmoral en el que el uribismo metió al país por cuenta del Embrujo Autoritario y el Todo Vale?
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