Por Germán Ayala Osorio
No dejes de mirarme
es una película en la que confluyen de manera acertada elementos como la
supremacía étnica en los tiempos del nazismo alemán y la pintura como “arma” política
e ideológica capaz de develar secretos de las prácticas propias de la
biopolítica con las que Hitler y sus agentes médicos pretendieron mantener la “pureza
aria”. De igual manera, el lienzo y los bocetos tienen la facultad de provocar epifanías
como la que le permitió al joven Kurt Barnert reencontrarse con su pasado y con
su tía víctima del sistema disciplinar que se abría camino con el hospital
psiquiátrico para todos aquellos que no “encajaran” en la “ejemplar” sociedad alemana.
El Dr. Seeband, médico nazi sobre
quien pesan abortos y asesinatos de ciudadanos considerados como “inservibles”,
está atado a la niñez del joven pintor que sirvió a los intereses socialistas
de la Alemania democrática, para luego huir y disfrutar del reconocimiento social
y económico propio del capitalismo. Al hacer uso de esa tecnología del poder y
al estar convencido de la necesidad de conservar la pureza de su sangre aria,
el reconocido ginecólogo le provoca un legrado a su propia hija, que esperaba
un hijo de Kurt, pintor visto como “impuro” y por lo tanto fuente de vergüenza para
la familia.
El filme en mención es una hermosa
e inquietante pieza audiovisual que bien puede servir para explicar esos viajes
de superioridad moral y étnica en la que se embarcaron los alemanes que creyeron
a pie juntillas en el proyecto universal-civilizatorio que emprendió Adolf
Hitler a partir de los años 30 del siglo XX; viajes de superioridad moral vigentes
hoy en el mundo y en esta Colombia mestiza, negra, campesina e indígena, que hacen pensar en la permanencia de una de las tantas taras civilizatorias de la sociedad humana, de la aviesa condición
humana y en particular de la colombiana que se avergüenza de su mestizaje.
Así como los nazis apelaron a la
biopolítica para convertir la vida en asuntos de gobierno (Esposito, R. 2005), agentes
de la élite colombiana y otros que de manera advenediza se sumaron al rechazo a
esa mezcla de sangre indígena, negra y española de la que venimos, siguen
usando el lenguaje como arma con la que sucesivos gobiernos subvaloraron la
vida de indígenas, negros y campesinos, así como la de millones de pobres y población
desplazada. Eliminar al Otro apelando al lenguaje es una forma de biopoder en
la medida en que la “muerte” no necesariamente se expresa a través de la
desaparición física del cuerpo, sino del asesinato moral,
étnico-cultural-identitario de aquellos vistos como indeseables o quizás como
en la Alemania nazi, como “inservibles y costosos” para el erario.
No podemos olvidar cuando el
fatuo presidente Iván Duque exhortó a los indígenas del Cauca a que se
devolvieran a sus resguardos, en rechazo a su presencia en Cali y Bogotá en los
tiempos del estallido social. O cuando un titular del noticiero Caracol daba
cuenta del enfrentamiento entre “ciudadanos e indígenas”. Cómo olvidar la
propuesta de la senadora Paloma Valencia de dividir el departamento del Cauca
entre indígenas y mestizos. Sin duda alguna, su pasado feudal, su superioridad
moral y de clase le permitieron lanzar su arbitraria propuesta.
El desprecio por la vida de los “impuros,
indeseables e inservibles” en la Alemania nazi también hace presencia en Colombia.
Los feminicidios de niñas pobres, mestizas e indígenas como Yuliana Samboní cometidos
por hombres “blancos y ricos” parecen ser extrapolaciones de la superioridad racial
del médico Seeband. O la manera despectiva con la que el General Mario Montoya
Uribe se refirió a los soldados que asesinaron civiles (falsos positivos) para
que luego el Ejército los presentara como “guerrilleros muertos en combate”. “La
verdad es que los soldados que prestaban servicio militar eran de estrato 1 y
2, pues 'esos muchachos ni siquiera sabían cómo coger cubiertos ni cómo ir
al baño', eran ignorantes que no tenían valores, que no entendieron la
diferencia entre resultados y bajas, y por eso cometieron estos hechos”. Y siguiendo
en esa misma línea de desprecio de la vida de los humildes, cómo olvidar lo dicho
por el entonces presidente de la República, Álvaro Uribe Vélez, en referencia a
los mismos muchachos víctimas de los “falsos positivos”: “esos muchachos no
estarían recogiendo café”. Uribe Vélez sí que supo convertir la vida de los más
pobres en un asunto de gobierno, desde la mirada de Esposito.
No dejes de mirarme también
es un espejo en el que cada uno de nosotros deberíamos de mirarnos con la firme
intención de revisar nuestra historia personal, sin abandonar que ésta siempre
estará atada a ejercicios del poder.