Por Germán Ayala Osorio
Se conmemoran por estos días los
8 años de la firma del tratado de paz que le puso fin al conflicto armado entre
el Estado y la entonces guerrilla de las Farc-Ep. No haré un balance del
proceso de implementación de lo acordado en La Habana. Dedicaré esta columna al
plebiscito por la paz convocado de manera innecesaria por el presidente Juan Manuel
Santos con el objetivo aparente de que el “pueblo” fuera a las urnas a refrendar
lo firmado entre las partes.
El proceso de paz, pero específicamente
el contenido de ese tratado de paz fue una concesión que específicos agentes
del establecimiento le hicieron a Juan Manuel Santos de cara a dos objetivos
estratégicos: el primero, consolidar la narrativa alrededor de la idea de que
el país por fin viviría en las mieles de la paz, lo que atraería inversión
extranjera, turismo y la reconciliación nacional después de 50 años de guerra
interna; también, la posibilidad de que después de que las Farc abandonaran los
territorios selváticos en los que permanecieron por largo tiempo, esas tierras
quedaran en manos de ganaderos, terratenientes y narcotraficantes; y el
segundo, facilitarle el camino diplomático y político para que en virtud de esa
paz firmada, Santos se hiciera merecedor
del Nobel de Paz, tal como finalmente aconteció.
Está claro que la entrega de ese
galardón constituye un acto político alejado de consideraciones y criterios humanitarios
capaces de evaluar con rigor las circunstancias bajo las cuales el premio se “solicita”,
se ofrece y se entrega. En los casos de Kissinger (1973), la Madre Teresa de Calcuta
(1979) y Obama (2009), por ejemplo, quedó claro que no se examinaron a fondo las
decisiones políticas adoptadas y las responsabilidades que debieron asumir los
dos americanos durante las administraciones bajo las cuales el primero fue
secretario de Estado y el segundo, presidente de la Unión Americana; y en el
caso de la religiosa, las versiones que daban cuenta de un lado oscuro en la
vida de la famosa monja.
Aceptarle a Santos la idea del
plebiscito a pesar de los riesgos que implicaba que terceros civiles
(empresarios ricos) pudieran ser procesados por apoyar o financiar a grupos
paramilitares, tal y como quedó escrito en el primer acuerdo de paz, fue una
decisión política precipitada que solo podía ser revertida permitiendo que los
voceros del No, con el concurso de los medios masivos, hicieran una campaña
sucia y mentirosa, pero eficaz, frente a la deficiente campaña por el Sí.
La desaprobación de la gestión de
Santos para el 2016 era de un 72%, elemento que resultó decisivo para millones
de colombianos al momento de votar en el plebiscito. Aunque se aceptó la idea
de que hubo una excesiva confianza de Santos alrededor de que la victoria del Sí estaba prácticamente
garantizada por tratarse de un bien
moral y ético como la paz, en perspectiva histórica creo que la pedagogía
academicista que se desarrolló en universidades privadas y públicas, a lo que
se sumó la falta de creatividad del gobierno para usar códigos cívicos en la televisión
nacional y otras maneras discursivas para contrarrestar la andanada de mentiras
que construyó el uribismo alrededor de lo firmado en La Habana, obedecieron a
una consciente y muy bien pensada decisión política de Santos de facilitarle
las cosas a los del No y de esa manera garantizarle a sus amigos del establecimiento
la renegociación de ese primer Acuerdo de Paz. El país sabe que la segunda
versión de dicho tratado de paz eliminó la posibilidad de que terceros civiles
terminarán compareciendo ante la JEP por haber financiado o cohonestado con los
grupos paramilitares.
Tenga o no asidero la anterior hipótesis,
lo cierto es que el tratado de paz de La Habana, pero en particular el plebiscito
por la paz fracturó y escindió aún más a la sociedad colombiana. O como canta
Morat, en su canción Las cometas siempre vuelan en agosto, El Sí y el No
partieron a las víctimas en dos…
Había que sacar berraca a la gente a votar si en el plebiscito - Búsqueda Imágenes
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