Por Germán Ayala Osorio
El periodismo, como forma de
poder, está atado a una lógica noticiosa y a unas rutinas de producción y reproducción
de unos hechos elevados a la condición de noticia. Muchos de esos hechos
noticiables terminan en exageraciones, tergiversados en su naturaleza o usados como
cortinas de humo para tapar escándalos políticos o decisiones judiciales.
Dentro de esas dinámicas, los periodistas
y las empresas mediáticas caen una y otra vez en la práctica inmoral, aunque periodísticamente
valida de entrevistar o darles la vocería a políticos en condición sub judice,
condenados o señalados de ser ladrones de cuello blanco, clientelistas, asesinos
y politiqueros por sectores de la opinión pública. Incluso, con procesos
judiciales en curso y otros con fallos negativos. Aparecen a diario en la
prensa políticos tradicionales, miembros de clanes que la gente asocia con
corrupción público-privada, clientelismo, paramilitarismo e incluso, homicidios.
Los defensores de esa práctica inmoral,
pero legítima desde la perspectiva periodística, argumentan que ellos, los
periodistas, no fungen como “jueces” y que la constitución garantiza la
presunción de inocencia. Aunque el
argumento es válido, no alcanza a quitarle lo inmoral que resulta ver y
escuchar en noticieros, a políticos (también empresarios) sobre los que hay serios cuestionamientos e
incluso verdades socialmente aceptadas, pero no validadas con sentencias de los
jueces, justamente porque tienen el poder económico y político para someter a
los operadores judiciales, incluidos magistrados de altas cortes.
En una sociedad que deviene en
una profunda confusión moral como la colombiana, haría bien que las empresas
mediáticas adoptaran como criterio minimizar al máximo la apertura de los
micrófonos y otros espacios a esos políticos social, política y jurídicamente
cuestionados.
Un ciudadano del común se puede
sentir fatigado e incluso molesto al ver a diario a los políticos sobre los que
recaen toda suerte de cuestionamientos y sobre toco, procesos judiciales que,
por su investidura, la ciudadanía esperaría que no estuvieran inmersos en la comisión
de delitos graves como manipulación de testigos, fraude procesal, homicidios y
actos de corrupción.
Las rutinas periodísticas pueden
ajustarse, si el objetivo es proscribir el ethos mafioso que acompaña a esos
operadores políticos que, aunque famosos, resultan ser una vergüenza para sectores
modernos de la sociedad que creen en que es posible cambiar a Colombia,
exhibiendo en los medios otro tipo de referentes políticos. Lo curioso y lo más
doloroso de todo es que hay periodistas que están convencidos de que sus
entrevistados son bandidos de cuello blanco, pero aún así, los convierten en
noticia o buscan sus opiniones porque despiertan polémica y eso es garantía de
rating.
Eso sí, hay que decir que hay periodistas que admiran y se sienten atraídos por esos politicastros. Esos colegas son cómplices de la inmoralidad que se volvió paisaje en Colombia, pero jamás lo reconocerán porque lo que en el fondo defienden es la ideología dominante. Quizá cuando sientan asco al ver a esos politiqueros o criminales de cuello blanco, entonces entiendan que hay asuntos del oficio que deben ser ajustados. En ese momento, esos colegas sabrán qué es aquello de la ética de máximos.
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