Por Germán Ayala Osorio
Guardando las proporciones, Colombia vivió, con las
ejecuciones extrajudiciales (falsos positivos), su propio holocausto. Después
de escuchar suboficiales y oficiales de alto rango aceptar su participación en
el asesinato de civiles (falsos positivos), es inevitable preguntarse qué les
pudo pasar por la cabeza a estos hombres en armas al momento de falsificar
documentos y órdenes de operaciones, para legalizar crímenes de Estado, también
llamados falsos positivos. El reconocimiento de responsabilidades se dio en el
marco de la audiencia pública que organizó la JEP, a propósito del macro caso
dedicado a esclarecer lo sucedido en la convulsionada región del Catatumbo.
A la luz de la categoría planteada por Hannah Arendt, en el
marco del juicio contra el criminal de guerra, el antisemita, Adolf Eichmann,
bien se puede concluir que estos oficiales, suboficiales y soldados
participaron de esa política estatal de producir bajas o contar cuerpos (body
count), porque dejaron de pensar. Y fue así, porque cumplían órdenes
superiores. Por eso, quizás, les pareció ética, moral e institucionalmente correcto
participar de la empresa criminal que cada batallón creó para responder a las
presiones de la cúpula militar y del entonces comandante supremo, Álvaro Uribe
Vélez. Recordemos que Uribe pedía “más y mejores resultados operacionales y que
aquel que no los diera, que fuera pidiendo la baja”.
Desconozco si estos exmilitares leyeron el libro Eichmann en
Jerusalén o si vieron la película de Hannah Arendt en la que se expone el
perfil del criminal nazi y se explican los elementos a los que apeló la
filósofa judía para proponer la categoría la Banalidad del mal. Sin
duda, estos oficiales, en particular un mayor y un teniente coronel, actuaron
para alimentar el sistema y para cumplir con las metas de la seguridad
democrática, la política pública que desató la idea de ponerle precio a la vida
de campesinos y de jóvenes pobres. Esa monetización se confirmaría con el
decreto Boina y la directiva ministerial 029 de 2005.
Bajo esos marcos legales actuaron estos dos obedientes y
sumisos oficiales, siguiendo la lógica castrense de cumplir con las órdenes
emanadas de sus superiores. “Las órdenes se cumplen, o se acaba la milicia” es
una frase de uso común en batallones y bases militares. Dicha frase es la
antesala para dejar de pensar, pues primero, dicen los uniformados, está la
obediencia debida y luego, la reflexión de lo que ya se hizo. El espíritu de
cuerpo, en estos casos, se suma a la perversidad de una lógica que, en muchos
casos, opera para humillar al subalterno y a los civiles. Las responsabilidades
asumidas por estos dos militares no solo confirman la degradación moral y ética
de cientos de uniformados, sino la perversidad de las órdenes impartidas de las
que son responsables penal y políticamente quienes las emitieron, junto a los
que ejercieron presión, para que estas se cumplieran. Pero, así como estos dos
oficiales y otros tantos soldados y suboficiales dejaron de pensar, los
superiores que les dieron las órdenes y quien en particular los presionó para
“obtener más y mejores resultados operacionales”, jamás dejaron de hacerlo,
porque sabían perfectamente lo que estaban haciendo: vendiéndole al país la
idea de que estaban ganando la guerra contra la guerrilla.
Aunque sin duda alguna los falsos positivos son la más clara
expresión de la degradación ética y moral en la que cayeron miembros activos
del Ejército nacional, hay que decir que de la mano de ese largo proceso de
envilecimiento del honor y la mística militares está la política, y en
particular, una clase política y un político, Álvaro Uribe Vélez; todos juntos
convirtieron a los militares en instrumentos para saciar la sed de venganza de
quien le vendió al país la narrativa de que su padre había sido asesinado por
las Farc. Y por cuenta de esa mentira, el Ares criollo metió a la
institucionalidad castrense y al país entero en una espiral de venganza, que
terminó en la monetización de la vida de más de 6402 ciudadanos pobres y en la
consolidación de la relación amigo-enemigo, con la que se subvaloró la vida de
sindicalistas, académicos, profesores y de todo aquel que oliera a izquierda.
Ojalá estos testimonios, en un posterior gobierno no
uribista, sea usado en las escuelas de formación de oficiales y suboficiales.
Este mayor y el teniente coronel que aceptaron los cargos que les imputó el
alto tribunal de paz y pidieron públicas disculpas a los familiares de sus
víctimas, deben ser expuestos como ejemplos negativos de la obediencia debida.
Dejar de pensar no puede ser la actitud que asuman quienes decidieron portar el
uniforme y aceptar la lógica castrense.
Una vez finalizada estas audiencias públicas de
reconocimiento de responsabilidades por crímenes de guerra perpetrados por
militares colombianos, los imputados podrán volver a abrazar a sus hijos y
esposas, pues, a pesar de que dejaron de pensar, a pesar de sus medallas y
grados, siempre fueron hombres comunes y corriente de los que podemos esperar
lo más sublime, pero también lo más execrable. Ya el país supo de lo que fueron
capaces. Les queda el resto de sus vidas para arrepentirse no solo por haber
participado de semejante atrocidad, sino por haber dejado de pensar. Qué bueno
sería que estos mismos oficiales, con voz castrense, recordaran la frase
célebre del exguerrillero Carlos Pizarro Leóngomez, “que la vida no sea
asesinada en primavera”. Otra forma de reparar a las víctimas y pedirle perdón al país, sería
poner de moda en los batallones, esa frase, para animar el trote.
Adenda: no quise llamar por sus nombres a
estos oficiales, porque en su condición de victimarios, poco o nada les importó
las identidades de los jóvenes que, de manera directa o indirecta, o por acción
u omisión, fueron asesinados con las armas que la República les confió.
Imagen tomada de El Espectador
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