Por Germán Ayala Osorio
La sempiterna corrupción público-privada en Colombia, más una impunidad del 94% de los procesos penales por corrupción y la maliciosa figura de la casa por cárcel para delincuentes de cuello blanco, son factores generadores de violencia e incertidumbre en una sociedad que deviene de tiempo atrás confundida moral y éticamente.
El primero de esos factores es el
resultado de la captura mafiosa del Estado que lograron hacer congresistas,
clanes políticos y familias con poder económico y político. Una vez cooptadas
las instituciones estatales, la distribución abusiva y discrecional de los
presupuestos les garantizará el poder suficiente para, cada cuatro años,
desangrar las finanzas públicas y comprar jueces, magistrados y fiscales que
les harán la tarea de desaparecer expedientes, torcer decisiones de jueces que fallaron
en derecho, o simplemente, lograr el vencimiento de términos y el cierre de los
casos por prescripción. Es tal su poder, que se hacen partícipes en la elección
del fiscal general de la Nación para que este se encargue de cerrar procesos o
desvíe las investigaciones. Son estos los mismos que hoy tienen pavor ante la
eventual elección de una mujer fiscal, sin tacha.
En todo lo anterior se dibuja la
ruta de la impunidad cuyos efectos sociales son claros: la desconfianza en la
justicia de los ciudadanos de a pie, las acciones de justicia por propia mano y
la confirmación de que esta es, para los de ruana, es decir, para los más
pendejos o para los que no tienen con qué comprar un juez o un magistrado.
El guarismo del 94% es la más
clara expresión de la corrupción de la justicia en todos los niveles: desde
encopetados magistrados y magistradas (¿Recuerdan el Cartel de la Toga?),
pasando por jueces de tribunales y fiscales delegados, hasta llegar a jueces municipales.
Y cuando no hay forma de torcer
fallos, entonces viene la valoración de las condenas a pagar y el lugar de reclusión.
Aparece la figura de la casa por cárcel, amparada en artificios judiciales o
lecturas amañadas de realidades que tocan el sistema penitenciario: en las prisiones
estatales corren peligro las vidas de los ladrones de cuello blanco o no hay
cupo en los pabellones especiales, exclaman sus abogados; esos pabellones
especiales confirman lo que aquí llamaré
el clasismo judicial, que no es otra cosa que la extrapolación del clasismo de
una sociedad como la colombiana en la que conviven ciudadanos de primera,
segunda, tercera, cuarta y hasta de quinta categoría, en escenarios de exclusión
e inclusión.
Ese clasismo judicial impide ver
que reconocidos exministros de Estado sean recluidos en prisiones sin comodidad
alguna y sin privilegios. Huelga recordar el caso del penado uribista, Andrés
Felipe Arias, condenado por la Corte Suprema de Justicia (CSJ) a 15 años por delitos
como la celebración de contratos sin cumplimento de requisitos legales y
peculado por apropiación. Arias jamás pisó una cárcel en Colombia. Se la pasó “recluido”
en cómodas casas fiscales de unidades militares. Recientemente se conoció el
fallo condenatorio contra Luis Alberto Monsalve Gnecco. Aunque el tiempo de la
condena se conocerá hasta marzo, su abogado pidió que sea recluido en su casa. Muy
seguramente, por hacer parte del poderoso clan Gnecco (es hijo de la matrona,
Cielo Gnecco Cerchar), la CSJ le dará la casa por cárcel a este bandido perfumado.
Los delincuentes de cuello blanco
reciben un tratamiento preferencial porque no “representan un peligro para la
sociedad”, o porque simplemente, al no poderse evitar la investigación, el
proceso y la condena, lo que queda es garantizarles a estos perfumados
criminales que paguen la pena “recluidos” en sus mansiones o en su defecto en
unidades militares o de la policía. Una sinvergüencería que deslegitima el
orden establecido, mancilla el nombre de la justicia y genera violencia y
desazón en quienes deben someterse al imperio de la ley, por casos de los que
pudieron salir libres si tuvieran acceso a costosos abogados o cómo corromper a
un juez o a un fiscal.
Aquello de que no “representan un
peligro para la sociedad” no es más que un eufemismo con el que se realmente se
oculta la peligrosidad de individuos estudiados, formados en la función pública,
y que conocen muy bien cómo dilatar procesos judiciales y que mantienen el
control político de las entidades estatales de las que se robaron billones de
pesos. Por el contrario, su actuar criminal debe ser castigado de manera ejemplar por su visibilidad y por las simpatías que generan sus nombres; además, por haber alcanzado mayores estudios y por la responsabilidad que asumieron al llegar al Estado.
Entre un ladrón callejero y un
político corrupto, la justicia y la sociedad creen que el primero es más peligroso
que el segundo, lo que hace posible que sobre la randa callejera caiga todo el
peso de la ley o en el peor de los casos, reciba el castigo de ciudadanos hastiados
de sus andanzas; mientras que la justicia y gran parte de la sociedad tratan
con finas pinzas y aplauden a las sabandijas encorbatadas que roen con rapidez
el presupuesto nacional.
Así las cosas, resulta improbable
que reduzcamos la corrupción a sus justas proporciones como lo
propuso el violador de derechos humanos, el entonces presidente Julio César
Turbay Ayala. El ethos mafioso que guía la vida de los bandidos de cuello
blanco se naturalizó de tal forma que no robar o no desviar recursos públicos
es propio de tontos.
Está lejos el día aquel en el que
hayamos construido un país decente, una verdadera República. Seguiremos viviendo
en este muladar de ambiciosos, criminales y mafiosos de cuello blanco. Porque
en una sociedad decente,
“las élites políticas y económicas no extraen los recursos de sus ciudadanos
mediante la corrupción, tampoco evaden impuestos. Ni exponen a sus ciudadanos a
la pobreza, a falta de educación, a muerte por desnutrición de los niños en
familias muy pobres. Y mucho menos permiten que grupos armados ataquen y abusen
de las minorías, los campesinos, los líderes sociales. A pesar del gran avance
que se ha hecho en las negociaciones para alcanzar la paz, Colombia no
clasifica tampoco en el ranquin de sociedad decente, porque la corrupción la
mata”.
Imagen tomada de Caracol radio.