Por Germán Ayala Osorio
El odio y la violencia
discursiva marcan de manera temprana el talante y el nivel de la discusión pública
de los asuntos propios de la campaña presidencial y congresional de 2026, convertida
por la derecha en una suerte de revancha
contra la izquierda, el petrismo y el progresismo. Desde esa orilla ideológica
se ofrecen bala o balín, actividades asociadas a destripar
a todo lo que huela a izquierda, que acercan a quien así lo propone
al perfil criminal de Jack El Destripador; también se ofrecen persecuciones judiciales
y se posiciona la narrativa que señala, en tono catastrofista, que el país va
mal por culpa de Petro y que Colombia cayó a un precipicio, de ahí la necesidad
de “salvar
y recuperar al país”.
Por el lado de las huestes que
apoyan al presidente Petro ese
mismo escenario electoral se asume como la oportunidad histórica para
consolidar procesos sociales, políticos y económicos, sin un mea culpa por los errores cometidos,
pero que deben continuar para poder avanzar hacia estadios civilizatorios
modernos a los que la derecha jamás apuntó a llegar porque justamente sus más
reconocidos líderes y voceros se la han jugado para mantener a sectores
societales sumidos en inmorales circunstancias de vida, naturalizadas porque
hacemos parte del Sur global empobrecido, subdesarrollado y atávico culturalmente.
Unos y otros, cegados por la
animadversión y la inquina se olvidan de reconocer errores, en particular los
que son responsables políticamente de la irrupción de las ideas progresistas que
encarna el presidente Petro
y el consecuente despertar de sectores poblacionales que se sienten satisfechos
mas que con las acciones y logros del gobierno conducentes a cambiar históricos estados
de cosas inconstitucionales, con la actitud confrontadora y retadora
del jefe del Estado contra los poderes tradicionales locales e incluso frente a
un orden internacional atado a las relaciones de dominación entre el Norte global
opulento y el Sur global sometido.
Entendida la política como el “arte
de engañar”, en Colombia esa sentencia deviene con un profundo anclaje a una
realidad incontrastable: la clase
política y empresarial caminan de la mano de un ethos
mafioso que por un lado enriquece a unos pocos, mientras que somete a
millones de colombianos a vivir en miserables condiciones y a otros tantos a
mendigar contratos con el Estado, previa venta del voto. Sobre esta última idea,
todos los gobiernos pagan apoyos electorales de activistas y grupos de poder.
Un círculo vicioso que confirma el imaginario que señala que efectivamente la “política
es el arte del engaño”.
La corrupción público-privada es
el correlato y la constatación de la efectiva operación del ethos mafioso que guía
la vida de empresarios, rectores de universidades públicas y privadas, policías
y militares de todos los rangos y por supuesto, políticos y candidatos
presidenciales que prometen acabarla, mientras guardan silencio sobre las
andanzas de sus familiares y no juzgan a las administraciones uribistas en
las que se naturalizó la corrupción y el Todo Vale.
Bajo esas circunstancias en el
2026 iremos millones a votar y otros tantos se abstendrán de participar de la fiesta
electoral en la “democracia más antigua de América Latina”,
el más efectista eufemismo con el que evitamos reconocer que hemos consolidado
una democracia formal y procedimental en la que hay gente que se muere de hambre, otra por culpa de la corrupción de las
EPS y de un sistema de salud hecho a la medida de la clase política mafiosa; a
otros los asesinan porque sí, porque piensan distinto o por culpa de un centenar de facinerosos que
andan de camuflado, con fusil terciado, brazalete y se auto denominan “revolucionarios”.
Al final de cuentas, lo que queda
en evidencia es que los precandidatos
presidenciales- por lo menos 70- le apuntan exclusivamente a llegar a la Casa
de Nariño con un vacío conceptual compartido alrededor de tres conceptos claves:
Estado, Modernidad y Dignidad. En particular los candidatos de la derecha no
conocen o prefieren ignorar las definiciones universales aceptadas de esas tres
nomenclaturas, porque los guía el cortoplacismo, el clasismo,
el racismo y la rabia que les produce saber que son hijos
de un proceso de mestizaje en el que hay genes de indígenas y negros.
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