domingo, 12 de octubre de 2025

2026, AMBIENTE ELECTORAL CRISPADO

 

Por Germán Ayala Osorio

 

El odio y la violencia discursiva marcan de manera temprana el talante y el nivel de la discusión pública de los asuntos propios de la campaña presidencial y congresional de 2026, convertida por la derecha en una suerte de revancha contra la izquierda, el petrismo y el progresismo. Desde esa orilla ideológica se ofrecen bala o balín, actividades asociadas a destripar a todo lo que huela a izquierda, que acercan a quien así lo propone al perfil criminal de Jack El Destripador; también se ofrecen persecuciones judiciales y se posiciona la narrativa que señala, en tono catastrofista, que el país va mal por culpa de Petro y que Colombia cayó a un precipicio, de ahí la necesidad de “salvar y recuperar al país”.

Por el lado de las huestes que apoyan al presidente Petro ese mismo escenario electoral se asume como la oportunidad histórica para consolidar procesos sociales, políticos y económicos, sin un mea culpa por los errores cometidos, pero que deben continuar para poder avanzar hacia estadios civilizatorios modernos a los que la derecha jamás apuntó a llegar porque justamente sus más reconocidos líderes y voceros se la han jugado para mantener a sectores societales sumidos en inmorales circunstancias de vida, naturalizadas porque hacemos parte del Sur global empobrecido, subdesarrollado y atávico culturalmente.

Unos y otros, cegados por la animadversión y la inquina se olvidan de reconocer errores, en particular los que son responsables políticamente de la irrupción de las ideas progresistas que encarna el presidente Petro y el consecuente despertar de sectores poblacionales que se sienten satisfechos mas que con las acciones y logros del gobierno conducentes a cambiar históricos estados de cosas inconstitucionales, con la actitud confrontadora y retadora del jefe del Estado contra los poderes tradicionales locales e incluso frente a un orden internacional atado a las relaciones de dominación entre el Norte global opulento y el Sur global sometido.

Entendida la política como el “arte de engañar”, en Colombia esa sentencia deviene con un profundo anclaje a una realidad incontrastable: la clase política y empresarial caminan de la mano de un ethos mafioso que por un lado enriquece a unos pocos, mientras que somete a millones de colombianos a vivir en miserables condiciones y a otros tantos a mendigar contratos con el Estado, previa venta del voto. Sobre esta última idea, todos los gobiernos pagan apoyos electorales de activistas y grupos de poder. Un círculo vicioso que confirma el imaginario que señala que efectivamente la “política es el arte del engaño”.

La corrupción público-privada es el correlato y la constatación de la efectiva operación del ethos mafioso que guía la vida de empresarios, rectores de universidades públicas y privadas, policías y militares de todos los rangos y por supuesto, políticos y candidatos presidenciales que prometen acabarla, mientras guardan silencio sobre las andanzas de sus familiares y no juzgan a las administraciones uribistas en las que se naturalizó la corrupción y el Todo Vale.

Bajo esas circunstancias en el 2026 iremos millones a votar y otros tantos se abstendrán de participar de la fiesta electoral en la “democracia más antigua de América Latina”, el más efectista eufemismo con el que evitamos reconocer que hemos consolidado una democracia formal y procedimental en la que hay gente que se muere  de hambre, otra por culpa de la corrupción de las EPS y de un sistema de salud hecho a la medida de la clase política mafiosa; a otros los asesinan porque sí, porque piensan distinto  o por culpa de un centenar de facinerosos que andan de camuflado, con fusil terciado, brazalete y se auto denominan “revolucionarios”.

Al final de cuentas, lo que queda en evidencia es que los precandidatos presidenciales- por lo menos 70- le apuntan exclusivamente a llegar a la Casa de Nariño con un vacío conceptual compartido alrededor de tres conceptos claves: Estado, Modernidad y Dignidad. En particular los candidatos de la derecha no conocen o prefieren ignorar las definiciones universales aceptadas de esas tres nomenclaturas, porque los guía el cortoplacismo, el clasismo, el racismo y la rabia que les produce saber que son hijos de un proceso de mestizaje en el que hay genes de indígenas y negros. 



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