Por Germán Ayala Osorio
Hay hechos de la violencia
política de Colombia que parecen ser los mayores obstáculos para que como sociedad
allanemos el camino en aras de consolidar relaciones sociales y políticas
respetuosas en medio de las diferencias en el ya caldeado ambiente electoral de
cara a las elecciones de 2026.
La toma y retoma del Palacio
de Justicia y el casi exterminio de la Unión Patriótica (UP) sirven por
estos días para discurrir alrededor de si esos dos particulares y dolorosos hechos
políticos y prepolíticos en sí mismos impiden que podamos como sociedad “pasar la
página” o si son las interpretaciones jurídico-políticas que todavía circulan sobre
ambos sucesos las que hacen prácticamente imposible allanar esa ruta que nos
lleve como colectivo a perdonar a todos los responsables y a tratar de entender
a quienes pretenden reivindicarlos por representar las luchas políticas que daban
cuenta de una realidad superior: la existencia de un conflicto armado interno
que terminó degradándose y evitando la
discusión sensata y argumentada en torno a su naturaleza social, económica y
política y por supuesto sus dinámicas.
Los enfrentamientos políticos,
discursivos e incluso los choques entre el presidente Petro y miembros de la
familia Gaona, víctimas del Holocausto del Palacio de Justicia; y por supuesto,
la grosería con la que María Fernanda Cabal
trató al sumiso periodista Daniel Pacheco en reciente entrevista a propósito de
la responsabilidad del Estado colombiano en el genocidio político de la UP
hacen pensar en que los hechos en sí mismos no impiden el entendimiento y el
diálogo respetuoso, y que más bien el pétreo obstáculo está atado a la
concepción que cada uno tiene de la Verdad y de la Memoria, elementos que al
devenir contaminados por intereses e ideologías, facilitan y promueven la irritabilidad,
la construcción de nuevos enemigos, la negación comunicativa del Otro como un
interlocutor válido, los deseos de reescribir la historia negando los fallos de
la justicia e incluso el aplauso del saldo trágico de víctimas fatales aludiendo
al “bien superior del Estado”, forma de dominación que arrastra graves
problemas de legitimidad.
En este discurrir hay que señalar
que como animal simbólico
el presidente Petro
ha exagerado en la exhibición de la bandera del M-19
y en la reivindicación de su lucha como guerrillero y revolucionario en una
sociedad que a pesar de procesos de paz fallidos y otros exitosos, sigue viendo
su consecución como un desgaste innecesario no solo por los elevados costos económicos
de los diálogos de paz, la rebaja de penas y las desmovilizaciones de los
grupos al margen de la ley, sino porque al no producirse la eliminación física
de los excombatientes
se asume como una derrota social y política de aquellos que defienden la institucionalidad
estatal sin el más mínimo asomo de responsabilidad política por haber evitado
la construcción de una verdadera República.
Por todo lo que representa para
el país el presidente
de la República, al agitar en varias ocasiones la bandera del M-19
reabre heridas, alimenta los reduccionismos conceptuales que al final evitan la
comprensión de las lógicas de los llamados “revolucionarios”
y las propias de los “contrarrevolucionarios y la circulación de versiones
oficiales y no oficiales que extienden en el tiempo las dudas sobre la Verdad y
la Memoria en torno a los dos hechos que provocaron la escritura de esta reflexión.
Lo mejor que podemos hacer como sociedad es dejar que “hablen” las historias, las memorias y las verdades, judiciales y las versiones populares construidas sobre los vergonzosos hechos de la toma y retoma del Palacio de Justicia y la eliminación de los militantes de la UP. No es necesario estar de acuerdo alrededor de quiénes fueron los responsables directos e indirectos; bastaría con sentirnos avergonzados por esos dos episodios que dicen mucho de lo que somos como ciudadanos y colectivo. Quizás a partir de ese momento estemos listos para “pasar estas dos y otras páginas de nuestra vergonzante historia como pueblo aparentemente civilizado.
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