Por Germán Ayala Osorio
La política, como actividad pública,
se sostiene del ejercicio del poder, sea este legítimo y legal, pero también
puede soportarse en acciones y decisiones ilegales, pero legítimas. Y a la política
llegan toda clase de individuos que, en el marco de la democracia
representativa, contradictoriamente, poco o nada aportan a la consolidación del
régimen democrático y mucho menos a la dignificación de la política. Han
llegado borrachos y patanes al Concejo de Bogotá, como el concejal Lucho Díaz;
al Congreso llegan figuras “simpáticas” como Anatolio Hernández, recordado
porque le “soplaron” cómo tenía que votar un proyecto; o el recordado “manguito”.
Por estos días caminan por el legislativo nacional, personajes como Jota P
Hernández y Polo Polo, ignaros de la cosa pública, pero “reconocidos” en las
redes sociales por su lenguaje procaz, racista, fascista y violento.
A lo largo de la historia de
Colombia hemos escuchado en el Congreso de la República a congresistas con gran
oratoria, asociada a una gran capacidad discursiva. Baste con recordar a Jorge
Eliécer Gaitán Ayala, Horacio Serpa Uribe y el hoy presidente de la República, Gustavo
Petro Urrego. Sus magistrales intervenciones, en términos argumentativos, dignificaron
el debate como función y actividad propia de los congresistas. Hoy, quedan muy
pocos, porque varios están interesados en desbaratar el quorum para no tener que
escuchar a quienes desprecian, pero, sobre todo, lo hacen por miedo a que los
terminen convenciendo por la calidad de los argumentos esgrimidos.
Ahora vemos desfilar por concejos
y en el mismo Congreso, pistoleros como el concejal Escobar de Cali, “influenciadores” y “youtubers” que, de la
nada, se volvieron virales y por arte de birlibirloque, en políticos “visajosos
y lámpara” en busca de likes con los que ocultan su precaria formación
académica, pero, sobre todo, su bajo capital cultural.
No pasó mucho tiempo para que aquellos
llegaran a la política: nacieron más o menos en el 2004 los llamados “youtuber”
o “influenciadores”. Por estos días aparecieron en la vergonzante escena
pública los concejales Julián Forero, alias Fuchi, y Ángelo Shiavenato. El
primero, lo hizo enfrentando a la policía desde la sempiterna expresión “Usted
no sabe quién soy”; y tomados de la mano, los concejales subieron una moto
al edificio legislativo para demostrar que son “visajosos” y “lámpara”. Ambos
llegaron al Concejo de la capital del país con el apoyo electoral y político de
Rodrigo Lara Restrepo. Hay que recordar la escena en la que Lara Restrepo quiso enfrentarse
a golpes con un vigilante.
La posibilidad de ver en el
Congreso a personajes como Polo Polo y Jota P Hernández dice mucho de la
apertura del cerrado régimen democrático, pero también habla de un ascenso
social y político que contrario a lo que se pueda pensar, empobrece el
ejercicio de la política y en particular, anula la posibilidad de debatir con
argumentos, en una sociedad que se acostumbró a que gane el más macho, el más
violento, el más patán.
Dice la escritora y columnista,
Piedad Bonnet, que “esta es una época que ama lo chirriante y
desmesurado. De ahí que un tipo como Trump seduzca a medio mundo a punta de
cinismo, grosería, rudeza, y mal gusto –los tennis dorados que acaba de lanzar
para recoger fondos han sido perfectamente calculados por sus asesores-. A su
público le divierten sus expresiones machistas, xenófobas, racistas, y lo tiene
sin cuidado que haya estafado, engañado al fisco o promovido descaradamente el
asalto al capitolio”.
En Estados Unidos deben lidiar
con los millones de Donald Trump que aman la patanería, la xenofobia, el
machismo y el racismo. Por los lados de Colombia la cosa no es muy diferente. A
pesar del debilitamiento de la figura de Uribe Vélez, una parte importante de
la sociedad sigue pensando que lo que este país necesita es “mano dura, un
Padre violento, un Macho cabrío”.
Es cierto que una parte importante
de la sociedad americana se siente cercana a las patanerías y al discurso básico
de Trump. Ahora, si comparamos este momento histórico por el que atraviesa los
Estados Unidos y su particular ejercicio de la política, con lo sucedido en
Colombia en el 2002 con la irrupción de Álvaro Uribe Vélez, podríamos pensar
que el país del Sagrado Corazón está superando esas formas azarosas, arcaicas, premodernas,
desmesuradas y violentas maneras de entender y asumir la política. En su
momento de mayor aceptación, la patanería de Uribe Vélez se legitimó de tal
manera, que desde varios sectores de poder económico, mediático y político les
pareció razonable que gobernara 12 años. Se sumó a la gran aceptación social,
mediática y política, el presentarse como “un macho cabrío, capaz de dar en la
cara marica” y el único decidido a acabar militarmente a las guerrillas, sin
importar los costos y los daños “colaterales” que al final produjo su política
de Seguridad Democrática: 6402 falsos positivos, millones de desplazados,
cientos de desaparecidos y la degradación misional del Ejército nacional por
aceptar en sus filas a unidades paramilitares.
En las elecciones de 2022 quedó
probado que una parte de la sociedad colombiana sigue atada a las malas maneras,
a la vulgaridad, al mal gusto, pero, sobre todo, a hombres públicos básicos en
sus maneras de expresarse. Recordemos que la derecha le apostó a elegir como presidente de la República a Rodolfo
Hernández, un “cucho” mal hablado, grosero, básico, parroquial, machista y con
una gran dosis de cinismo. Fue, para muchos, nuestro Donald Trump. Por fortuna,
fue derrotado.
Imagen tomada de Pulzo.
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