Por Germán Ayala Osorio
Por ser las guerras el escenario
propicio en el que la pulsión humana de asesinar se consuma y legitima, los
límites que el derecho internacional intenta ponerle a las confrontaciones
bélicas suelen ser un bálsamo en medio de la crueldad que guía a la especie
humana, la única que “mata más y con mejores técnicas”.
El enfrentamiento armado
asimétrico entre las fuerzas irregulares de Hamás y el Ejército de Israel puso
en crisis las normas de la guerra, por cuenta del sentimiento de venganza con
el que Israel insiste en desconocer lo que está haciendo en Gaza: un genocidio mediatizado
y validado por el Consejo de Seguridad de la ONU.
Como en el cine gringo se valida
todo el tiempo la venganza, el gobierno de Biden, muy seguramente admirador de las
películas que recrearon la guerra de Vietnam o aquellas en las que excombatientes
americanos fungen como héroes castigadores, tímidamente le hace “exigencias” a
su aliado militar de amainar las prácticas genocidas implementadas en territorio
palestino.
Habría que pensar en redactar un
protocolo que limite los efectos negativos o “daños colaterales” que genera la venganza
política, étnica y militar que al principio gran parte del mundo justificó y
reconoció a Israel como derecho a defenderse del ataque artero de Hamás.
Ante la crisis moral y ética del
derecho internacional, solo queda recoger dos categorías para darles el lugar
que se merecen los guerreros, tanto de Hamás como de Israel, y dejar así que
descansen en paz las reglas de la guerra, dado que, en Gaza, el sionismo pulverizó
todos los límites del proceso histórico con el que la pulsión de asesinar a los
que odiamos o nos estorban, se juridizó. Dichas categorías son: la Banalidad
del Mal, de Hannah Arendt y la Estética de lo Atroz, de Édgar Barrero Cuéllar.
Arendt, al referirse a las
atrocidades de las que hizo parte Adolf Eichmann durante el Holocausto Nazi, señaló
que este dejó de pensar y que, al hacerlo, se convirtió en una ficha, en una
tuerca del cruel engranaje administrativo y práctico que los alemanes diseñaron
en los campos de concentración para ejecutar judíos.
Y si lográramos universalizar la
Estética de lo Atroz y por esa vía conectar su sentido con el sinsentido de la
venganza israelí, podríamos decir que las dos guerras mundiales, el mismo Holocausto
Nazi, la guerra entre Ucrania y Rusia y cientos de miles de conflictos armados
internos, en los que se cuenta el colombiano, constituyen, llanamente, las
mejores vitrinas o los asqueantes war dealer en los que los Señores de
la Guerra recrean sus pérfidas fantasías y echan a andar su pulsión de asesinar
a quienes, por el azar o por la complicidad de la ONU, deben ser perseguidos,
estigmatizados, asesinados, masacrados de manera colectiva, a través de la
limpieza étnica que está atada a la práctica genocida.
¿Cuántos fanáticos religiosos
dejaron de pensar para justificar, de la mano de un Dios o de un texto sagrado,
el asesinato de esos otros señalados de ser impíos, seres de la oscuridad o
bestias que deben ser eliminadas? Quizás sea tiempo de empezar a ver y
describir la estética de lo atroz de las religiones, con sus costosas, oscuras y
elegantes iglesias, en las que millones de seres humanos recurren con sus plegarias
no para que cesen las hostilidades, sino para pedir la bendición de la deidad y
el mejor regalo: ganar la guerra.
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