Por Germán Ayala Osorio
El mundo académico lamenta la
muerte de Malcom Deas, uno de tantos extranjeros que estudió los fenómenos de violencia
del país. En 2014, el lúcido historiador
dijo lo siguiente: “… Uribe era un presidente que necesitaba Colombia. Después
de él hay un antes y un después…sí, yo creo que hay momentos para la guerra y
para la paz. En 2002 el momento era para una política como la seguridad
democrática, ahora el país vive otro momento”.
Desconozco si Deas alcanzó a escuchar
a los militares responsables de los crímenes de Estado llamados falsos positivos,
que vienen reconociendo ante la JEP que asesinaron civiles para hacerlos pasar
como guerrilleros caídos en combates, a cambio de permisos, bacanales, arroz
chino y ascensos. De haberlo hecho, es posible que se hubiera retractado de lo
que dijo de Uribe y de su política, quizás la más nefasta y criminal política
de seguridad, después de la aplicación del Estatuto de Seguridad durante
el gobierno de Turbay Ayala (1978-1982).
No sé hasta dónde un país puede
necesitar de periodos largos de violencia, militar y política, para esperar y
sentir que se ha avanzado. ¿Hacia dónde avanzó Colombia después de Uribe? Muchos
responden la pregunta, señalando que gracias a Uribe y a los resultados
operacionales de su Política Pública de Defensa y Seguridad Democrática
(PPDSD), las Farc se sentaron a negociar en La Habana el fin del conflicto con
el Estado, durante el gobierno de Santos. Es posible que los duros golpes
propinados a las Farc hayan incidido en la decisión de la cúpula fariana de
dialogar con ese gobierno. Pero también pudieron tomar la decisión por
cuestiones humanas, especialmente por el inexorable envejecimiento de sus
principales cuadros. Y ese natural envejecimiento y cansancio no se debió,
exclusivamente, al liderazgo político-militar que Uribe ejerció sobre los
militares.
De igual manera, pudieron las Farc llegar a esa instancia
decisiva por la confianza que generaba en sus comandantes tanto el propio presidente,
como su equipo negociador, en particular Humberto de la Calle Lombana,
especialmente si tenemos en cuenta -y recordamos- que la extradición de los
jefes paramilitares hacia los Estados Unidos, por parte de Uribe, puede entenderse
en las filas de las Farc como una traición, entendido así en el marco del
proceso de negociación que el Gobierno de Uribe estableció con los líderes de
los paramilitares.
De cualquier modo, señalar que
Uribe resultó benéfico para el país es aceptar que su paso por la presidencia era un mal
necesario, una especie de pesadilla, de malos sueños repetidos, para luego
gozar, no de un plácido sueño, pero sí de una relativa tranquilidad para
conciliarlo. La opinión del reconocido académico pareciera que justifica y
legitima la violación de los derechos humanos, fruto de las ejecuciones
conocidas como falsos positivos. Además, se aplaudirían los evidentes procesos
de desinstitucionalización que puso en marcha el líder populista, tanto en
materia ambiental, castrense y política.
Resulta inaceptable escuchar que
fue necesario que el Estado violara los derechos humanos, o que una persona,
desde la presidencia, manejara los asuntos público-estatales, desde sus
intereses privados y desde su pernicioso carácter mesiánico y autocrático.
No es esta la manera para
enfrentar la debilidad del Estado y la precariedad de sus instituciones.
Después de los dos periodos de Uribe Vélez, el país podrá aplaudir que las Farc
firmaron el armisticio, pero no podrá hacer lo mismo por el ethos mafioso que
se instauró durante ocho años, en donde los procedimientos reglados fueron
subsumidos por un espíritu voluntarioso, que claramente se legitimó y se
institucionalizó, al tiempo que rompía y obviaba la importancia de tener
instituciones fuertes y transparentes, en aras de proyectar la idea de que sólo
existe un único Estado, y no la imagen de que ese Estado tiene un doble
funcionamiento o una cara oculta, a la que los ciudadanos deberían de temer.
El profesor Deas olvidó que Uribe
buscó, por todos los medios, instaurar lo que él mismo llamó un Estado de
Opinión, que no es más que un régimen político que funcionaría exclusivamente
alrededor del poder de encantamiento de su menuda figura mesiánica, con el
claro concurso de una prensa que fue cooptada y sometida, por el miedo y por la
entrega de pauta, hasta el punto en el que se consolidó un fuerte unanimismo
ideológico y político.
¿Qué hizo, entonces, Uribe para
que académicos de la talla de Deas, vieran en él y en sus acciones de Estado
como ejemplo de un quiebre histórico en el devenir del país? Liderar la lucha
contra las guerrillas, usando a las fuerzas militares como un ‘ejército
privado’ al servicio de unas élites que creyeron ciegamente en que se podía
aniquilar a las Farc, no puede considerarse como una virtud, y mucho menos como
un factor de fortalecimiento del Estado. Por el contrario, el respeto por la
institucionalidad se perdió, en medio de la creencia colectiva de que por fin
el Estado colombiano se acercaba a la condición moderna por hacerse al
monopolio legítimo de la violencia.
Creo que Uribe Vélez no fue más
que un terrible experimento de una derecha que asumió la tarea de patrocinar de
manera directa a las fuerzas militares y paramilitares, al tiempo que buscaba cerrarles
espacios democráticos a sectores de izquierda, liberales y progresistas. Unas
poderosas élites regionales, guiadas por la élite bogotana, auparon a Uribe y
le dieron todo el juego institucional posible, hasta cuando sintieron su
profundo desprecio, dado por su origen emergente, al que finalmente no pudo
renunciar o transformar, a pesar de alcanzar la investidura presidencial. Siempre fue un vulgar ganadero, un patán; y lo sigue siendo.
Paz en la tumba de Malcom Deas,
quien recibió la ciudadanía colombiana en el gobierno del entonces presidente Álvaro
Uribe Vélez. Quizás Deas dijo lo que dijo en agradecimiento por ese gesto que
tuvo Uribe con él.
Imagen tomada de El Colombiano.