Por Germán Ayala Osorio
Como Nación, Colombia arrastra históricos problemas atados todos a equivocados ejercicios del poder social, económico, eclesiástico y político. A su vez, dichas praxis devienen atadas a erróneas concepciones alrededor de lo que debe ser el Estado, la ciudadanía, la civilidad e incluso del valor que deberían de tener los procesos de socialización, así como el significado que tiene estar, como especie, en lo más alto de la cadena trófica.
El tránsito de la Colonia hacia la consolidación de la República se hizo traumático porque no hubo ideas revolucionarias que permitieran pensarnos como pueblo autónomo, como una Nación con un relato unificador, basado en el respeto a las diferencias; una Nación guiada por una narrativa inclusiva que sirviera para reconocer y respetar nuestra diversidad étnico-cultural, así como la inquietante biodiversidad con las que nos tocó vivir, no se sabe si por suerte o por maldición divina. Es más, hemos crecido de espaldas y en contra de esa biodiversidad como expresión clara de la confluencia de todos los problemas aludidos.
Nos ha dominado una pobreza cultural enorme, solo vencida por algunos eruditos, tímidos intelectuales y solitarios literatos; en esa precariedad cabe que nos avergonzamos de nuestros procesos de mestizaje porque creímos de manera temprana que ser civilizado era vivir en ciudades en medio de un desarrollo económico pensado para segregarnos territorialmente: allá los pobres, los negros, los campesinos, los indígenas y en otro lado, distante, los que siempre se creyeron “blancos” o de mejor familia. Hemos crecido odiándonos, despreciándonos, y viviendo de triunfos de deportistas o de reconocimientos de artistas y escritores, que los asumimos con orgullo, pero que no nos alcanza para superar la pobreza cultural que nos impide superar esos atávicos problemas.
Y cuando las ideas liberales emergieron, entonces los conservadores sacaron su visión premoderna de la vida y de lo que debía ser el país, la Nación y la impusieron como un derrotero a seguir con la bendición de Dios. Entonces, extendimos en el tiempo la dominación y transformación de los ecosistemas, y de la mano, el sometimiento de la Mujer a disímiles formas de violencia, simbólica, psicológica y física. La godarria como actitud de vida y el ser godo como modo de estar en el mundo son quizás las más grandes taras que arrastramos como sociedad, de ahí nuestra condena a vivir en la premodernidad, en la oscuridad.
Bajo esas circunstancias, las élites citadinas, en particular la bogotana de los siglos XVIII, XIX y XX, coadyuvaron en gran medida a consolidar un país sin un proyecto de Nación. Más bien, con sus espejos regionales, construyeron el país de regiones pobremente autonómicas, ancoradas todas a ese relato que les sirve a muchos para ocultar la histórica incapacidad para edificar una Nación moderna, fruto del actuar ético y moralmente correcto de una verdadera República.
La educación fue, ha sido y es aún el gran factor con el que insistimos en la segregación cultural, étnica, territorial e identitaria. Eso sí, con una salvedad, esa educación hace referencia al prestigio, a los altos costos y al relato excluyente y violento de quienes por arte de birlibirloque se convirtieron en la élite por el solo hecho de ser los dueños de los medios de producción, incluidos en estos a las empresas mediáticas, universidades, colegios y la iglesia católica como factor clave para validar la mezquindad y la ruindad de los procesos de socialización echados a andar.
Entonces, de prestigiosas universidades privadas de Bogotá egresan los que llegarán con el rótulo de “técnicos expertos” que harán parte de una tecnocracia enemiga de la diversidad cultural y de la biodiversidad. Las decisiones en torno al tipo de desarrollo económico que conviene a comunidades y ecosistemas alejados de los centros de poder político y económico las toman desde la arrogancia y la estulticia que les impide salir de sus oficinas a conocer a la Colombia que su costosa educación les negó reconocer.
La llegada del primer gobierno de izquierda y de la mano de un exguerrillero del M-19 podría hacer pensar que hemos crecido y “madurado” como sociedad civilizada, moderna y preparada para semejante cambio de paradigma. Por el contrario, los viudos del poder de la enquistada derecha dejaron salir su naturalizada aporofobia, indicador claro de que solo les sirven los pobres en elecciones, pero no empoderados e inquietos políticamente como desea dejarlos el presidente de la República, Gustavo Petro.
Lo más probable es que si la derecha recupera el Estado en las elecciones de 2026, asumido previamente como su botín, sus más retorcidos representantes se dediquen a “reestablecer el orden” en aquellos territorios urbanos y rurales en los que haya calado el relato reivindicante que el progresismo y la izquierda democrática vienen consolidando.
La crispación ideológica que se advierte desde el 7 de agosto de 2022 tiene en la historia de la Nación colombiana a su más fuerte y prístina fuente. Hay un evidente cansancio de millones de colombianos con las maneras como las élites, bogotana y regionales, vienen ejerciendo el poder social, económico y político. Hay una toma de conciencia que difícilmente podrá ser combatida con los mismos dispositivos ideológicos del pasado. Eso sí, resulta quimérico pensar que en cuatro años se pueda construir un relato de Nación. Por el contrario, quizás necesitemos la mitad del tiempo que le llevó a la derecha y a la godarria consolidar una democracia restringida, un Estado privatizado y criminal y una sociedad dividida y atropellada con el ejemplo de una élite que ostenta una incontrastable pobreza cultural, fruto de su individualismo, clasismo, racismo y su auto proclamación como referentes morales y éticos, en medio de una confusión generalizada en esas dos dimensiones humanas.