Por Germán Ayala Osorio
El histórico rechazo a la
violencia política y electoral vivida en Colombia en los años 90, que cobró la
vida de tres candidatos presidenciales, siempre estuvo asociado a la
preeminencia de la derecha como sector ideológico dominante. Hasta el 2022 fue la única fuente de poder
político legal de donde podrían brotar candidatos presidenciales.
De igual manera, los
paradigmáticos ejemplos de la violencia electoral desatada por fuerzas
narcoparamilitares, con la anuencia de agentes del Establecimiento, naturalizaron
el desprecio de cualquier opción de poder surgida desde la izquierda,
ampliamente demonizada por la prensa y la opinión pública al asociar a los
candidatos presidenciales asesinados, Carlos Pizarro Leóngomez y Bernardo
Jaramillo con las guerrillas nacidas en los años 60.
A pesar de que los hechos violentos
en posteriores escenarios electorales no cesaron, los atentados criminales
contra connotadas figuras presidenciales disminuyeron sustancialmente, a pesar
de la operación de las estructuras armadas ilegales en pueblos y en ciudades
que sufrieron las amenazas y las acciones militares conducentes a enrarecer las
jornadas electorales.
Es posible que posterior a los
tres magnicidios ocurridos en los 90 se haya generado confianza colectiva en
las instituciones democráticas, de la mano de unas prácticas institucionales de
parte de un Estado que en lo consecutivo pudo mejorar en algo su capacidad de
proteger a los candidatos presidenciales. Volver atrás era un imposible social
y político que fungía como una suerte de certeza de que como sociedad y Estado
se habían superado las circunstancias que provocaron ese fatal desenlace
político, usado por la prensa tradicional como dispositivo ideológico para
indicar no solo la superación de esas formas de violencia, sino la llegada a soñados
estadios de modernidad y civilidad.
Con la irrupción del progresismo
y la izquierda como opción política y electoral, y en medio de un clima de
polarización política y crispación ideológica originado en los resultados del
plebiscito por la paz de 2016, la posibilidad de que como sociedad regresáramos
a los 90 seguía estando lejana a pesar de los infundados miedos por el pasado
revolucionario del presidente Petro.
Después del estallido social y el
nefasto gobierno de Iván
Duque Márquez, el progresismo y la izquierda democrática irrumpieron en la
escena electoral de la mano del candidato presidencial y posterior jefe de
Estado, Gustavo Petro Urrego. Las correlaciones de fuerza parecían cambiar y
ajustarse a unos nuevos tiempos marcados por la tolerancia, el respeto a las
ideas ajenas, pero, sobre todo, al convencimiento social y político de que
jamás el país volvería a vivir algo parecido a lo que soportamos en los años 90
con el crimen de los tres candidatos presidenciales: Galán, Pizarro y Jaramillo.
Pero lo inesperado sucedió:
entramos en una etapa de ataques ideologizados entre la izquierda y la derecha,
en virtud de la llegada a la Casa de Nariño del primer presidente progresista y
venido de la lucha armada: Gustavo Petro. Los medios masivos se consolidaron
como actores políticos en oposición, la derecha, derrotada electoralmente, puso
una marcha la estrategia de generar miedo en las audiencias apelando al
fantasma del “comunismo” con la sentencia de que nos “convertiríamos en
Venezuela” y por ese camino habría expropiaciones de viviendas y la nacionalización
de la banca privada.
El objetivo del presidente de la
República de priorizar la lucha contra las drogas, persiguiendo a las agentes
políticos y económicos que hacen parte de lo que él llama la Junta del
Narcotráfico, activó en los sectores comprometidos con el negocio del
narcotráfico las viejas y ya naturalizadas relaciones con agentes económicos y
políticos que dentro de la legalidad institucional siempre garantizaron actividades de minería
ilegal, incluido el negocio de las esmeraldas, y por supuesto, la producción y
exportación de cocaína a los Estados Unidos, Europa y otros mercados.
Los positivos resultados en
materia económica, pero en particular la demostración clara de que no se cambió
el modelo económico, es decir, que no nos convertimos en un país comunista de
poco sirvió para que la polarización disminuyera. De igual manera los avances
en la recuperación del Estado para mejorar la vida de millones de colombianos
en los sectores rurales y en los cordones de miseria de ciudades capitales, la
reforma agraria y el impulso al turismo, entre otros logros y apuestas, despertaron
miedos y preocupaciones en particulares agentes del Establecimiento político
que ven como un riesgo la posibilidad de que el progresismo gane las elecciones
en el 2026.
Entonces, al clima de
polarización política y crispación ideológica se sumaron los miedos de la
continuidad del progresismo en la Casa de Gobierno. Bajo esas circunstancias,
el atentado sicarial contra Miguel Uribe
Turbay se erige como una respuesta planeada de sectores ilegales y legales para
deslegitimar al actual gobierno, generar miedo y zozobra llevando el país a
sentir que retrocedimos 30 años de la mano y por culpa de un gobierno de
izquierda. Sin lugar a duda, una lectura catastrofista que le conviene al viejo
Establecimiento y al uribismo, fuerza política que sectores de la opinión pública
asocian, con mucho de ingenuidad, con el camino de la salvación de Colombia por
su lucha frontal contra los violentos. Lo que no perciben esas audiencias es
que esa confrontación es selectiva porque prima el ethos mafioso y por supuesto
la extensión en el tiempo de las relaciones entre ilegales y legales (narcos,
contrabandistas y lavadores de dinero, entre otros, con políticos y empresarios).
El atentado terrorista
en Cali facilita la narrativa catastrofista de la derecha y la prensa hegemónica
que indica que efectivamente el país retrocedió 30 años. El objetivo es claro:
generar miedo, de la mano de la consigna electoral que nos recordará en el 2026
que el “magnicidio”
de Uribe Turbay y el cobarde ataque dinamitero en la capital del Valle del
Cauca se dieron durante el primer gobierno progresista, de allí la necesidad de
que la derecha uribizada regrese a la Casa de Nari, para “poner orden a un país
descuadernado”.
No retrocedimos 30 años. El
atentado terrorista en Cali y el crimen del político del Centro Democrático pueden
no ser el resultado de un plan de la derecha en articulación con mafias y sus
relaciones con los narcos de camuflado que aún insisten en llamarse guerrillas;
lo que sí es cierto es que calzan perfecto con las lógicas de particulares
agentes del Establecimiento colombiano afectados por un gobierno progresista
que les esculcó sus madrigueras y sus fétidas relaciones con agentes del
Estado.
atentado en cali - Búsqueda Imágenes
No hay comentarios:
Publicar un comentario