Por Germán Ayala Osorio
Cada cierto tiempo y por cuenta
casi siempre de actos de corrupción pública, aparecen los llamados a confiar y
respetar las instituciones de donde se emana eso que se llama institucionalidad,
que no es otra cosa que el conjunto de valores y prácticas que definen, para
cada entidad o institución, un carácter y una impronta que le sirve al Estado y
a los gobiernos de guía moral y ética para legitimarse ante toda la sociedad.
La institucionalidad se hace
evidente cuando las instituciones operan en sus ámbitos de acción, legal y
procedimental, y en el contexto de una sociedad que moral y éticamente se
alimenta de su funcionamiento, especialmente, de aquellas instituciones que se
consideran faros determinantes que iluminan tanto la vida institucional
interna, como la que trasciende a la vida societal.
La institucionalidad puede ser un
concepto ambiguo y difícil de asir porque en su concepción y representación
social y política suelen confluir circunstancias contextuales que se alimentan
de la ética ciudadana, la moral pública, la tradición, el poder económico, las
formas regladas y las maneras como se establecen relaciones y transacciones
entre sectores de poder político (partidos políticos y líderes), económico y
social (élites).
Por estos días, y en virtud del
escándalo político-mediático del que es protagonista el primogénito del
presidente de la República, el país escuchó los llamados a la prudencia y que
las instituciones operen dentro de los marcos constitucionales que hicieron los
expresidentes Cesar Gaviria y Ernesto Samper. El primero, curiosamente,
responsable en parte de los problemas de gobernabilidad que tempranamente
enfrenta el presidente de la República; y el segundo, procesado en la Comisión
de Acusaciones de la Cámara de Representantes y precluida la investigación por
la entrada de dineros del Cartel de Cali a la campaña Samper presidente.
En los sectores económicos hay un
apego generalizado a lo planteado por los dos exmandatarios. Sin embargo,
dentro de los gremios económicos hay varios que no gustan del presidente Petro,
y por ese motivo, guardan la esperanza de que se produzca un rompimiento
institucional derivado de la renuncia del presidente y del esperado rechazo que
liderarían en contra de la posibilidad de que, ante la falta del presidente de
la República, sea su vicepresidenta, Francia Márquez Mina, quien asuma las
riendas de la Casa de Nariño.
En su editorial del 6 de agosto,
EL ESPECTADOR hace lo propio y dice que “el presidente Petro cierra así el
primer año de su mandato con una profunda crisis política y personal, que no
puede sino mermar su gobernabilidad ya de por sí endeble. Empero, la que
tiene que salir fortalecida es la institucionalidad colombiana, que se enfrenta
de nuevo a un reto complejo que confiamos sabrá sortear de manera transparente,
como tantas veces lo ha hecho en el pasado”.
Llama la atención el editorial
del diario bogotano porque las empresas mediáticas suelen tomar distancia de la
operación de las instituciones y de la institucionalidad, cuando es claro que a
través del ejercicio periodístico-noticioso se aporta a la consolidación de esa
institucionalidad que se emana de las instituciones que componen el Estado y los
poderes públicos, que reciben la influencia de lo que los medios a diario
publican. Al juzgar los tratamientos periodístico-noticiosos de medios como Semana,
RCN, Caracol, El Espectador y El Colombiano, entre otros más, nos encontramos
con medias verdades y tergiversaciones que terminarán alimentando las
representaciones y los imaginarios de aquellos que, de manera interesada, pueden
aportar para que la instituciones y la institucionalidad terminen por decidir qué
hacer con el mandato del presidente de la República, de verse comprometida la
presidencia por la entrada de dineros “calientes” a la campaña Petro presidente.
Más que la eficacia de las
instituciones y de la institucionalidad para enfrentar complejas coyunturas políticas,
lo que en Colombia opera es la fuerza de la inercia, las transacciones y los
acuerdos político-jurídicos-burocráticos con los que se superaron escándalos
como el proceso 8.000, la parapolítica y la captura mafiosa de entidades del
Estado por parte de las Autodefensas Unidas de Colombia.
No creo que eso que
grandilocuentemente llamamos institucionalidad, o la idea de “dejar que las
instituciones operen”, esté por fuera de lo que Revéiz llama el capitalismo
político, que no es otra cosa que “la lucha por el control del Estado por
parte de las coaliciones entre los grupos económicos y los dirigentes políticos
con las altas burocracias estatales para la búsqueda de rentas-privilegios”.
Así las cosas, ante un soñado juicio político al presidente Petro por parte de la
derecha y la ultraderecha, lo que unos llaman instituciones e
institucionalidad, no es otra cosa que la entrada en operación de la maliciosa forma
como el “viejo” régimen de poder viene operando de tiempo atrás.
Imagen tomada de El Tiempo.