Por Germán Ayala Osorio
En medio de las sempiternas
crisis humanitarias que soporta el puerto de Buenaventura, el presidente Petro
anunció la creación de un programa social que preliminarmente el propio mandatario
bautizó con la polémica frase Pagar por no matar.
De inmediato, sus opositores en
la prensa entraron a cuestionar la frase y los alcances de la propuesta. Más
allá de los onerosos costos económicos de un programa que beneficiaría a más de
1.000 jóvenes que ya hacen parte de estructuras delincuenciales o que están en riesgo
de llegar a entrar en estas, hay asuntos que se deben revisar con extremo
cuidado.
El primero y quizás el más
importante tiene que ver con una tarea pendiente que tiene el Estado: asegurar
para sí, el monopolio de las armas, esto es, que las armas estén en manos exclusivamente
en las fuerzas armadas y no como sucede en Buenaventura y en otras partes del
país, en manos de pandillas, grupos armados organizados y estructuras
sicariales y narco-paramilitares.
Si las autoridades no logran
romper las cadenas de distribución de las armas y las municiones, ese programa
social encaminado a salvar a estos jóvenes de pertenecer a dichas estructuras criminales
fracasará con rotundo éxito. Para lograrlo, hay que sacar de las filas a quienes
desde la institucionalidad facilitan la compra y venta de armas y pertrechos
para las guerras urbanas que se dan en Cali, Medellín, Bogotá y Buenaventura,
entre otros territorios. En eso, todos los gobiernos fracasaron.
El segundo asunto tiene que ver
con la comprensión del tipo de masculinidades que allí confluyen. No se trata
exclusivamente de ofrecerles estudios en el SENA a unos muchachos que,
justamente, desertaron del sistema educativo porque estudiar no es una opción de
vida atractiva. Quizás lo más conveniente sea ofrecerles trabajo como “policías
comunitarios”, figura a crearse en la que estos muchachos, enamorados de las
armas y del poder que encarna patrullar las calles con uniformes, encuentren el
espacio en donde tramitar las presiones, angustias e ideas que concurren en eso
de ser hombre en sectores marginados, empobrecidos y en núcleos familiares
disonantes y en evidente crisis éticas y morales por la inexistencia de una
formación estructurada en esos ámbitos.
Tener dinero, poder y armas son
elementos que seducen a estos jóvenes cargados de testosterona. Hay que
encontrar, dentro de la legalidad, qué los seduce, para que este programa y
otros que se diseñen, no fracasen por la deserción o el incumplimiento de las expectativas
generadas.
Un tercer elemento tiene que ver
con los referentes con los que estos jóvenes se identifican, en una ciudad
puerto consumida por la corrupción, la desidia estatal y un evidente racismo
estructural que ralentiza o impide incluso las esperadas intervenciones que debieron
producirse desde los Estados nacional, regional y local. Construir ciudadanía y
Estado es la tarea primordial, que irá de la mano de la entrega de los
subsidios, ayudas o como se quiera llamar.
En el fondo, lo que se vive en
Buenaventura es una crisis civilizatoria que se conecta muy bien con el modelo
de desarrollo imperante, ancorado como ningún otro, a un racismo que se
manifiesta desde la propia institucionalidad estatal y un desprecio por la vida
de los demás, incluido por supuesto, el desprecio por los ecosistemas naturales
que rodean al puerto, sometidos de tiempo atrás a una intervención insostenible
ecológica, ambiental y cultural.
Pagar por no matar puede sonar
mal en un país en el que hay cientos de miles de jóvenes que jamás empuñaron un
arma y que siguen esperando una ayuda del Estado. Pero, contextualmente y de
acuerdo con la crisis civilizatoria que se expresa en Buenaventura, se trata de
una iniciativa bienintencionada que necesita estructurarse bien para que no
fracase. Bastaría que los clanes políticos
dejarán de robarse los recursos públicos, para hacer sostenible y legítima la
entrega de ayudas en programas sociales como el que puede salir de la propuesta
Pagar por no matar.
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