lunes, 10 de julio de 2023

PAGAR POR NO MATAR

Por Germán Ayala Osorio

En medio de las sempiternas crisis humanitarias que soporta el puerto de Buenaventura, el presidente Petro anunció la creación de un programa social que preliminarmente el propio mandatario bautizó con la polémica frase Pagar por no matar.

De inmediato, sus opositores en la prensa entraron a cuestionar la frase y los alcances de la propuesta. Más allá de los onerosos costos económicos de un programa que beneficiaría a más de 1.000 jóvenes que ya hacen parte de estructuras delincuenciales o que están en riesgo de llegar a entrar en estas, hay asuntos que se deben revisar con extremo cuidado.

El primero y quizás el más importante tiene que ver con una tarea pendiente que tiene el Estado: asegurar para sí, el monopolio de las armas, esto es, que las armas estén en manos exclusivamente en las fuerzas armadas y no como sucede en Buenaventura y en otras partes del país, en manos de pandillas, grupos armados organizados y estructuras sicariales y narco-paramilitares.

Si las autoridades no logran romper las cadenas de distribución de las armas y las municiones, ese programa social encaminado a salvar a estos jóvenes de pertenecer a dichas estructuras criminales fracasará con rotundo éxito. Para lograrlo, hay que sacar de las filas a quienes desde la institucionalidad facilitan la compra y venta de armas y pertrechos para las guerras urbanas que se dan en Cali, Medellín, Bogotá y Buenaventura, entre otros territorios. En eso, todos los gobiernos fracasaron.

El segundo asunto tiene que ver con la comprensión del tipo de masculinidades que allí confluyen. No se trata exclusivamente de ofrecerles estudios en el SENA a unos muchachos que, justamente, desertaron del sistema educativo porque estudiar no es una opción de vida atractiva. Quizás lo más conveniente sea ofrecerles trabajo como “policías comunitarios”, figura a crearse en la que estos muchachos, enamorados de las armas y del poder que encarna patrullar las calles con uniformes, encuentren el espacio en donde tramitar las presiones, angustias e ideas que concurren en eso de ser hombre en sectores marginados, empobrecidos y en núcleos familiares disonantes y en evidente crisis éticas y morales por la inexistencia de una formación estructurada en esos ámbitos.

Tener dinero, poder y armas son elementos que seducen a estos jóvenes cargados de testosterona. Hay que encontrar, dentro de la legalidad, qué los seduce, para que este programa y otros que se diseñen, no fracasen por la deserción o el incumplimiento de las expectativas generadas.

Un tercer elemento tiene que ver con los referentes con los que estos jóvenes se identifican, en una ciudad puerto consumida por la corrupción, la desidia estatal y un evidente racismo estructural que ralentiza o impide incluso las esperadas intervenciones que debieron producirse desde los Estados nacional, regional y local. Construir ciudadanía y Estado es la tarea primordial, que irá de la mano de la entrega de los subsidios, ayudas o como se quiera llamar.

En el fondo, lo que se vive en Buenaventura es una crisis civilizatoria que se conecta muy bien con el modelo de desarrollo imperante, ancorado como ningún otro, a un racismo que se manifiesta desde la propia institucionalidad estatal y un desprecio por la vida de los demás, incluido por supuesto, el desprecio por los ecosistemas naturales que rodean al puerto, sometidos de tiempo atrás a una intervención insostenible ecológica, ambiental y cultural.

Pagar por no matar puede sonar mal en un país en el que hay cientos de miles de jóvenes que jamás empuñaron un arma y que siguen esperando una ayuda del Estado. Pero, contextualmente y de acuerdo con la crisis civilizatoria que se expresa en Buenaventura, se trata de una iniciativa bienintencionada que necesita estructurarse bien para que no fracase.  Bastaría que los clanes políticos dejarán de robarse los recursos públicos, para hacer sostenible y legítima la entrega de ayudas en programas sociales como el que puede salir de la propuesta Pagar por no matar.








Imagen tomada de El Colombiano




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