Por Germán Ayala Osorio
Murió Alberto Kenya Fujimori Inomoto,
expresidente del Perú, a los 86 años. Se fue el dictador, el violador de
derechos humanos. Fue condenado a 25 años de prisión por los homicidios
perpetrados por la fuerza pública en Barrios Altos y la Cantuta. Fue indultado.
Fujimori fue un populista de derecha que
le prometió al pueblo peruano que acabaría con las prácticas terroristas del
grupo armado ilegal Sendero Luminoso, liderado por el criminal Abimael Guzmán. Y
cumplió.
Estuvo 10 años en el poder (1990-2000), cerró el Congreso y gobernó con mano de hierro, junto a Vladimiro Montesinos, ladino y oscuro personaje que lo secundó en su proceso de “disciplinamiento” social, que lo llevó a esterilizar a 314 mil mujeres pobres, sin consentimiento alguno. Una muestra clara de su incontrastable aporofobia.
Su lucha contra el terrorismo del
grupo Sendero Luminoso lo convirtió en un hombre de mano firme. Al final, logró
apresar a Abimael Guzmán y exponerlo enjaulado ante el mundo, como un perro
rabioso, vestido de rayas.
Hay circunstancias contextuales y
personales que hacen posible comparar a Fujimori con Álvaro Uribe Vélez. Hay, sin
duda alguna, parecidos razonables entre estos dos políticos latinoamericanos,
que marcaron y ensuciaron la historia del Perú y de Colombia.
Aunque sus periodos
presidenciales no coinciden en el tiempo, compartieron la consolidación de las
ideas neoliberales, lo que les sirvió a ambos para convertirse en agentes
radicales en la aplicación de los elementos claves de esa doctrina económica. Ambos
le apostaron a vender empresas del Estado, esto es, privatizarlas y por esa vía, concentrar la riqueza en pocas manos; también, a
liberalizar el mercado y desregular todo lo que pudieran para favorecer la
iniciativa privada. Al final, ambos generaron desempleo y aumentaron la
desigualdad y la pobreza. Generaron miedo, para vender seguridad.
Uribe Vélez, un populista de derecha, llegó a la presidencia con la propuesta de acabar con la guerrilla de las Farc-Ep, acompañada de la cuestionada narrativa de que ese grupo armado ilegal había asesinado a su padre. Esa versión fue desmentida por miembros del Secretariado de ese grupo armado ilegal durante las conversaciones de paz de La Habana. Otras versiones indican que su progenitor fue asesinado por líos de tierras.
Uribe se plegó a la doctrina anti terrorista que surgió de los (auto) atentados contra las Torres Gemelas en NY y de esa manera, declaró públicamente que en Colombia no había un conflicto armado interno, sino una amenaza terrorista. El entonces presidente colombiano prometió acabar con “laFar” en cuatro años. Antes de que llegara al fin de lo que luego sería su primer mandato (2002-2006), entonces dijo que necesitaba otros cuatro y se hizo reelegir cambiando la Constitución (2006-2010). Al final el país supo que su reelección fue comprada en el Congreso, gracias a que los congresistas Yidis Medina y Teodolindo Avendaño vendieron sus votos para que se aprobara la ley que daría vida a la reelección presidencial inmediata. Ambos “hicieron Patria”.
Mientras que Fujimori cerró el
Congreso, Uribe Vélez, por el contrario, sometió a su voluntad a los congresistas.
Decía el presidente antioqueño que su “gobierno no compraba conciencias, que, por
el contrario, seducía”. Y así fue. “Sedujo” a empresarios, políticos, periodistas
y militares. Uribe quiso someter a las altas Cortes. En particular a la Corte
Suprema de Justicia (CSJ), cuyos magistrados fueron espiados (chuzados) por el
DAS, entidad que Uribe convirtió en su policía política para perseguir contradictores
y críticos. Ese alto tribunal procesó y condenó a 60 congresistas por tener
vínculos con los grupos paramilitares, hecho que despertó la ira de Uribe Vélez.
“A los congresistas les voy a pedir al favor de que mientras los meten a la cárcel,
voten los proyectos”, es la frase que mejor describe ese momento histórico.
Uribe Vélez quiso quedarse cuatro
años más, es decir, mandar por 12 años. Con la gracia del Congreso, la bancada uribista hizo aprobar el proyecto
de ley. Luego, la Corte Constitucional, con ponencia de Humberto Sierra Porto, lo
declaró inexequible porque, entre otras razones, debilitaba los pesos y contrapesos
de la democracia.
Con su política de seguridad
democrática Uribe Vélez consolidó un régimen de mano dura, tan disciplinante
como la “dictadura civil” que montó Fujimori en territorio inca. Al igual que el
presidente peruano, el gobierno de Uribe violó los derechos humanos de
periodistas, políticos detractores y críticos de sus iniciativas y acciones. Con
la aplicación sin control de la Seguridad Democrática, militares bajo su mando
asesinaron a sangre fría a 6402 jóvenes vulnerables. Aunque se cree que la
cifra puede llegar a los 10 mil.
Fujimori y Uribe fueron
experimentos de los sectores más conservadores de sus países. El experimento
consistía en estirar al máximo sus líneas éticas y marcos morales.
Alberto Fujimori fue condenado
ejemplarmente. Mientras que Uribe Vélez acumula más de 200 procesos en Fiscalía,
Corte Suprema de Justicia y Comisión de Acusaciones de la Cámara de
Representantes por delitos relacionados con el fenómeno paramilitar, como las
masacres del Aro y La Granja. Hoy enfrenta un juicio por fraude procesal y
soborno a testigos.
Sectores societales del Perú y de
Colombia llegaron a considerar que tanto Fujimori como Uribe fueron “males necesarios”.
Para el caso del entonces mandatario colombiano, el académico Malcom Deas dijo en
su momento que “… Uribe era un presidente que necesitaba Colombia. Después
de él hay un antes y un después…sí, yo creo que hay momentos para la guerra y
para la paz. En 2002 el momento era para una política como la seguridad
democrática, ahora el país vive otro momento”.
Para el caso del Perú, en el
2018, un medio registraba así la irrupción de Fujimori: “Para muchos
peruanos, el gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000) constituyó algo así como
un mal necesario. Hasta inicios de los noventa, el país padecía una inflación
fuera de control, un aparato productivo agónico y un levantamiento armado que
anunciaba la “libanización peruana”. Durante su gobierno se abandonó aquella
deriva”.
Lo cierto es que sus mandatos y sus formas de entender y asumir la política no sirvieron para mejorar las relaciones entre el Estado y la sociedad en ambos territorios. No dejaron las bases para superar viejas y compartidas taras civilizatorias. Por el contrario, coadyuvaron a extender en el tiempo las circunstancias propias de pueblos premodernos, atrasados, incivilizados y violentos como lo son los peruanos y los colombianos.
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Imagen tomada de La Oreja Roja.