martes, 3 de junio de 2025

CONSULTA POPULAR POR DECRETO: MÁS LEÑA AL FUEGO

Por Germán Ayala Osorio

Con la decisión del presidente de la República de decretar la Consulta Popular el debate que hasta el momento había sido estrictamente político e ideológico, se transforma en uno de carácter jurídico y constitucional que va más allá de lo normativo. De este ya participan los expresidentes de la Corte Constitucional que el gobierno dice que consultó para preparar y justificar el decreto y los juristas que consideran que el jefe del Estado no puede, jurídicamente, decretar la Consulta Popular.

También entran en el debate los deseos y las aspiraciones presidenciales de llevar al país hacia estadios de modernidad a través de la comprensión amplia del concepto de democracia, superando la formalidad con la que opera en el país desde el nacimiento de la República, y de la consolidación de la soberanía popular como un principio democrático rechazado y manipulado electoralmente por todos los sectores involucrados en esta discusión. De un lado, hay un evidente miedo a que el constituyente primario adopte decisiones con efectos económicos y políticos; y la excesiva confianza de que el pueblo sabrá tomar las mejores decisiones. Para ambos lados, equivocarse es una posibilidad latente.

Entra el país en un complejo escenario de discusión conceptual en el que aparecen dos fenómenos o líneas de acción: de un lado, la juridización de la política, entendida como la “dimensión jurídica del poder político, lo que es igual, el trámite jurídico de los problemas sociales y políticos” (Villegas, 2014, p. 168), y la irrupción del progresismo constitucional o aspiracional asumido por García Villegas como “la justiciabilidad de los derechos sociales y que por eso se requieren Constituciones aspiracionales, aunque riñan con los principios de maximización de la economía y con la seguridad de los derechos de propiedad”.

La primera lectura atada a la juridización de la política la expuso el reconocido jurista Rodrigo Uprimny. En reciente texto, el exmagistrado de la Corte Constitucional sostiene que “mientras no haya una decisión judicial anulando la votación de la consulta popular, o el Senado mismo decida reconsiderarla y repetirla, es indudable que la votación existe, produce efectos jurídicos y tiene que ser respetada por el presidente y el ministro del interior. Cualquier otra cosa es un prevaricato y una grave ruptura de la separación de poderes”.

Mientras tanto, el gobierno Petro expresamente se alinea con el progresismo constitucional en el que por encima de lo normativo se pone la necesidad de escuchar al constituyente primario frente a una reforma laboral que claramente expone a dos Colombia: de un lado, la que insiste en que dignificando la vida de los trabajadores a través de pagos justos, la economía del país gana; y la otra Colombia que desde la avaricia y en ocasiones desde un espíritu retardatario y feudal se insiste en mantener la precarización laboral como una condición acorde con las condiciones naturales del aparato productivo del país y el mercado que les es funcional electoral, social y políticamente a la élite tradicional.

Por supuesto que al decretar la Consulta Popular el gobierno Petro desestima lo actuado por el Senado, acción que será recogida por la prensa opositora como un síntoma propio de dictaduras populares o caudillistas. Y en ese mismo sentido, el Senado, de la mano de su presidente Efraín Cepeda, despreció la soberanía popular y con ella la posibilidad de que el constituyente primario como nunca sucedió adopte decisiones de política laboral. En el fondo y más allá del debate conceptual que se viene, el país entrará en un debate entre la legalidad y la legitimidad de una aspiración social que el presidente Petro, en su condición de caudillo popular, decidió acoger como una de las tantas formas de enfrentar a lo que él llama la “vieja oligarquía”. Es decir, decretar la consulta popular aumentará los niveles de crispación ideológica y política y quizás los miedos de Petro, quien, en su alocución, habló nuevamente de una orden ya dada para asesinarlo o sacarlo de la Casa de Nariño y no precisamente a sombrerazos




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