Por Germán Ayala Osorio
Más allá de las “diferencias técnicas”
que dicen tener los congresistas que hundieron la reforma laboral con los promotores
de esta, lo que en el fondo subsiste es un “miedo al progreso”
asumido éste como el conjunto de sensaciones, aspiraciones, ideas y objetivos societales
que apuntan a proscribir todos aquellos factores propios de las relaciones de
poder dispuestos para generar condiciones de indignidad en grupos poblacionales
específicos. Esas condiciones de indignidad se viven en la prestación de los
servicios de salud, en el mercado laboral y en el sistema pensional.
Se trata de un miedo a reconocer
a los Otros como iguales, como seres humanos dignos de gozar de derechos y de
los beneficios que les debe brindar un Estado moderno al servicio del colectivo
y no uno privatizado y débil que ofrece ayudas; mientras que uno fuerte y
moderno, asume responsabilidades.
Ese “miedo al progreso”
es fruto del clasismo, el racismo y la aporofobia de agentes de poder
privilegiados, es decir, miembros de la élite política y empresarial que le siguen
apostando a un desarrollo económico fundado en la concentración de la riqueza como
recurso que les permite consolidar relaciones de dominación social, política y
económica sobre cientos de miles de ciudadanos sometidos a condiciones de inequidad
y subvaloración como seres humanos. Es decir, le apuestan a un desarrollo
desconectado de cualquier idea de progreso a escala humana.
El desarrollo lo asumo como un proceso
humano e histórico de transformación y sometimiento de los ecosistemas
naturales-históricos a partir de valoraciones funcionales a formas de
explotación y aprovechamiento de unos recursos finitos. El factor económico es
fundamental en la visión moderna del desarrollo pues monetizar las actividades
humanas sirvió desde una perspectiva ideal al objetivo de buscar cada vez mejores
condiciones de vida para la especie humana en general a través del uso de la
técnica, la ciencia y la tecnología.
Para la Contraloría General de la
República (2012), el desarrollo se asume como: “un proceso de cambio
sostenido, crecimiento económico y modificación estructural que involucra y
relaciona los elementos naturales, construidos y socioeconómicos y que adquiere
especificidad propia, a través de los determinantes culturales que le imprime
cada grupo humano en particular, dirigido a elevar los niveles de
bienestar social y calidad de vida” (p. 378). Justo la frase subrayada da cuenta de
la conexión y la confluencia entre desarrollo y progreso. Cuando el bienestar y
la calidad de vida se asumen como derechos exclusivos o privilegios de unos
pocos, entonces las finas conexiones entre desarrollo y progreso se rompen. Las
expresiones genuinas de ese rompimiento son la pobreza con todo y sus trampas,
la desigualdad y la inequidad alimentadas por el clasismo y el racismo con el
que unos pocos entienden lo que debe ser el desarrollo para el país.
El “miedo al progreso” también
es fruto de una idea equivocada de la ciudadanía de parte de los miembros de
las comunidades vulnerables y víctimas de un desarrollo pensado desde las
lógicas e intereses de esa élite temerosa de compartir espacios sociales con
quienes son vistos como ciudadanos de segunda o tercera categoría. La
consecuencia más evidente de ese equívoco es que hay ciudadanos que expresan
gratitud a los políticos que inauguran una vía o un hospital; otros se hincan ante
millonarios mecenas que entregan obras civiles como una manera de expiar sus
culpas o quizás delitos fiscales.
Los congresistas que se desaprueban y demandan la exequibilidad de las reformas sociales también lo hacen porque odian al presidente Petro y lo que él representa como ser humano y político que no se dejó seducir por los agentes del Establecimiento a los que les conviene, por físico miedo, a extender en el tiempo las condiciones de injusticia social, económica y ambiental que tantos réditos políticos les ha entregado. Esa inquina es hija de ese "miedo al progreso" del que aquí hablo.
Los congresistas que hundieron la
reforma laboral, los que tratarán de hundir el proyecto de reforma a la salud y
los que demandaron la ley pensional son agentes a los que les aterra ver que
millones de colombianos puedan progresar, esto es, vivir, trabajar, enfermarse y
morir bajo condiciones de dignidad. Y es así, porque su actividad político-electoral
resulta efectiva sí y solo sí se logran mantener las condiciones de vulnerabilidad
e indignidad de esos potenciales votantes (clientes) prestos a aceptar las migajas
de los servidores públicos que, además de recelosos, sienten animadversión
hacia quienes simplemente son víctimas de una equívoca idea de desarrollo.
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