Por Germán Ayala Osorio
La finitud de la vida y los
marcos mentales universales hegemónicos que el ser humano creó y que suelen
confluir en los conceptos de cultura (oriental y occidental), bien podrían servir para explicar el
comportamiento hostil con la naturaleza y entre nosotros mismos.
Una vez encontrado y probado el
camino de lo que se conoce como el desarrollo económico, el bienestar colectivo
e individual y el haber diseñado los instrumentos ideológicos, con enormes
fundamentos religiosos, la especie humana se convirtió en la familia con el
mayor poder disruptivo y la más peligrosa para todas las expresiones de la vida
en el planeta. Como plaga indomable fuimos poblando el planeta, hasta convertirlo
en un colosal botadero de basuras de todo tipo y en un infame escenario de
confrontación bélica que hace posible pensar en que, al no estar soportada
nuestra existencia en la relación presa-predador, entonces nos convertimos en
la especie dominante y depredadora que somos hoy.
Si bien hay que reconocer formas “violentas”
en los nichos ecológicos de otras especies, expuestos con claridad en las relaciones
presa-predador, los disímiles “nichos culturales” con los que se identificaron
civilizaciones y pueblos modernos resultaron peores a la fiereza demostradas
cuando vemos cazar venados a las leonas o a las hienas disputarse a dentelladas
un cadáver.
Al hacer consciencia temprana de que
vamos a morir, lo construido culturalmente adquiere mayor solidez, lo que hace
posible que la finitud, contradictoriamente, pase a un segundo lugar o quizás,
conscientemente, la convirtamos en una excusa para dar continuidad a todas las
acciones que aseguran, de un lado, el desarrollo económico depredador y, del
otro, el bienestar generalizado de la humanidad. ¿Si finalmente vamos a morir,
por qué no hacerlo? La razón y el sentido último que están detrás de la
pregunta se erigen como un valor universal que impulsa a continuar dominando
los ecosistemas naturales a nuestro antojo, a pesar de los discursos
conservacionistas y el que insiste en la posibilidad de alcanzar una pretendida
e ilusoria sostenibilidad. Bien por quienes desde la ciencia y el ejercicio
político hacen llamados a ponerle límites al desarrollo, sin revisar las
lógicas del desarrollo económico, y mucho menos evitando discutir de manera universal cuál es nuestro papel o mejor, si podemos pensar y diseñar un “nicho ecológico”
que haga posible reestablecer las relaciones con la naturaleza.
Cuando nos reconocemos como parte
de la naturaleza, como una especie más, lo hacemos más por miedo a los
discursos catastrofistas de los ambientalistas y científicos, o por un tardío mea culpa por los negativos efectos que como especie dominante dejamos a diario
en los ecosistemas naturales.
La búsqueda frenética de la NASA
y de otras agencias científicas en torno a las posibilidades de trasladarnos a
otros planetas para sobrevivir al posible colapso de la Tierra, solo sirve para
explicar que la pulsión por dominar el universo nos confirma como una especie
inteligente, cuya finitud será siempre el motivo y la razón para justificar
nuestra incontrastable presencia. Si algún día esa condición finita se logra
superar, ya surgirán otros problemas por resolver y maneras distintas de estar.
Mientras tanto, el milagro de la vida, con todo y sus vicisitudes, y las ideas
actuales de bienestar, progreso y desarrollo, seguirán negándonos la
posibilidad de repensarnos y de revisar nuestras relaciones con el resto de las
especies.