Por Germán Ayala Osorio
Retirar visados a presidentes,
expresidentes, militares activos y en uso de buen retiro, así como a ministros y
exfuncionarios es una infantil, pero efectista retaliación con la que sucesivos
gobiernos de los Estados Unidos castigan a los gobiernos de países “aliados” que
históricamente han operado como el “patio trasero” de los gringos. Colombia es
el mejor ejemplo de la humillante relación bilateral y del castigo de visas
canceladas.
Históricamente el suelo colombiano
ha servido para que agencias americanas hagan y deshagan en el territorio nacional.
Baste con recordar las violaciones a mujeres y los hijos
que dejaron en Colombia los militares americanos que estuvieron en el país en
el marco del Plan
Colombia. Esa iniciativa político-militar permitió la injerencia directa de
los Estados Unidos en las dinámicas del conflicto armado interno. Es más, dicho
plan no se tramitó y mucho menos se discutió en el Congreso colombiano.
La acción moralizante de los
gringos de cancelar o negar visados tiene la clara pretensión de “avergonzar” a
quienes ya no podrán ir de paseo a la tierra del Tío Sam, bien para ir a conocer
a Mickey Mouse, recorrer centros comerciales para comprar “ropa de marcas
gringas” y disfrutar de las playas de Miami, entre otros atractivos turísticos.
Tener la visa americana fue por muchos años un motivo de orgullo e incluso un
diferenciador de clase social entre los colombianos.
En medio de una nueva tensión
diplomática entre los gobiernos de Trump y Petro se anunció desde Washington
que se cancelarán las visas a funcionarios de la administración Petro que hayan
hecho parte del M-19, aunque no se descarta que la medida se extienda a ministros
en ejercicio, esto es, al círculo de funcionarios más cercanos al presidente de
la República. Se trataría de una especie de “juicio moral” contra aquellos que,
en el pasado, junto a Petro, empuñaron las armas y se levantaron contra el
Estado.
De los casos más emblemáticos de
pérdidas de visados para entrar a los Estados Unidos hacen parte el entonces
presidente Ernesto
Samper Pizano, y a los generales retirados Mario Montoya y Jesús Armando Arias
Cabrales. La lista es larga.
Convencidas las autoridades americanas de que no hay nada más en el mundo que valga la pena visitar que los Estados Unidos, los colombianos hemos no solo aceptado la vulgar intromisión en nuestros asuntos internos de sucesivos gobiernos republicanos y demócratas, sino el trato indigno que sufren los connacionales al pisar suelo americano y las formas desobligantes con las que se han referido al presidente Petro por no hincarse y asumir la actitud sumisa que Marco Rubio y el propio Trump esperaban que asumiera el mandatario de los colombianos. Acostumbrados a ver la mansedumbre de Duque, Uribe, Santos, Pastrana y Gaviria, los gringos no aceptan que un exguerrillero se les haya plantado con la dignidad a las que los anteriores presidentes renunciaron durante sus mandatos.
La certificación que suelen entregar
a los gobiernos colombianos por su efectiva lucha contra las drogas es otro
mecanismo que naturaliza la intromisión en los asuntos internos y por esa vía
excluye o borra las responsabilidades políticas que debería asumir los Estados
Unidos por ser uno de los mayores consumidores de alcaloides, lo que supone la
existencia de mecanismos institucionales y de grupos de poder que facilitan la
entrada de toneladas de cocaína a los Estados Unidos provenientes de Colombia. Muy
seguramente esta nueva crisis diplomática, generada en parte por las formas
desobligantes en las que ambos gobiernos se han tratado, servirá para el
Departamento de Estado descertifique al país por el crecimiento de las
hectáreas de cultivos de uso ilícito, a pesar de los buenos resultados en
materia de interdicción de cargamentos de cocaína. Y pensar que esta guerra contra las drogas
está justificada porque aún los gringos no logran producir el alcaloide en sus
pisos térmicos.
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