lunes, 18 de marzo de 2024

CIDH VUELVE A CONDENAR AL ESTADO COLOMBIANO

 

 

Por Germán Ayala Osorio

 

La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) condenó, hoy 18 de marzo de 2024, al Estado colombiano por la persecución política, institucional e ideológica que efectivos del DAS realizaron en contra del Colectivo de Abogados Jorge Alvear Restrepo (Cajar).

En el fallo se lee que el Estado “vulneró, en perjuicio de las víctimas, los derechos a la vida, a la integridad personal, a la vida privada, a la libertad de pensamiento y de expresión, a la autodeterminación informativa, a conocer la verdad, a la honra, a las garantías judiciales, a la protección judicial, a la libertad de asociación, de circulación y de residencia, a la protección de la familia, los derechos de la niñez y el derecho a defender los derechos humanos”.

Los delitos estatales se cometieron durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez y la aplicación a rajatabla de la tenebrosa política de seguridad democrática, implementada entre el 2002 y el 2010, con el objetivo de socavar la legitimidad de los defensores de derechos humanos, considerados por agentes públicos como “amigos del terrorismo y de la guerrilla”. Esa fue la narrativa a la que apeló el entonces jefe del Estado para estigmatizar y perseguir a los miembros del colectivo Cajar.

Con esta nuevo fallo, el Estado colombiano acumula ya 13 condenas, proferidas por la CIDH, asunto que lo confirma como un orden social y político asesino y violador de los DDHH. Ahora, más allá del fallo condenatorio y de las acciones simbólicas que deberá adelantar para pedir perdón y reparar a las víctimas, lo que resulta de enorme valor ético-político es empezar a exigir que la Corte Penal Internacional (CPI) y la CIDH construyan el discurso  jurídico suficiente que permita hacer click entre las responsabilidades políticas y morales que se espera que asuma el Estado colombiano en su conjunto por los delitos cometidos, y las responsabilidades individuales (políticas y penales) de los presidentes de la República en cuyos mandatos se produjeron las violaciones a los derechos humanos; bien a través de masacres, desplazamientos forzados, asesinatos selectivos y persecución política como el caso ejemplarizante del Colectivo de Abogados.

Urge que la CIDH y la CPI trabajen en la armonización de sentencias, buscando que las condenas morales a los Estados que reconocen sus jurisdicciones, en este caso al colombiano, sobrepasen esos límites y condiciones simbólicas, para llegar a establecer responsabilidades penales y políticas.

Hay que recordar que Uribe Vélez usó al DAS como su policía política para estigmatizar y perseguir a sus críticos y detractores, a los que señaló varias veces como “amigos de los terroristas”. Cajar, en su momento, recordó los violentos y desobligantes epítetos que usó Uribe para desprestigiar a los defensores de los DDHH: “Hablantinosos”, “voceros del terrorismo”, “traficantes de derechos humanos”, “compinches”, “áulicos”, “politiqueros” y hasta “chismosos” han sido los adjetivos más recurrentes del presidente de Colombia, Álvaro Uribe Vélez, para atacar durante sus siete años de gobierno a los defensores de derechos humanos. En discursos, declaraciones a la prensa nacional e internacional, intervenciones televisadas y en consejos comunales de gobierno, el presidente Uribe ha arremetido contra personas y organizaciones que trabajan en la promoción y defensa de los derechos humanos en el país, así como en tareas de denuncia contra las acciones perpetradas por organismo de seguridad del Estado violatorias de derechos fundamentales de la ciudadanía”.

Insisto en la necesidad de que los dos tribunales internacionales construyan puentes jurídicos que conduzcan, ojalá, a juicios penales y políticos a los jefes de Estado que de manera directa e indirecta auparon, azuzaron, permitieron o cohabitaron con la violación sistemática de los derechos humanos. Las peticiones de perdón y los actos simbólicos son importantes para las víctimas y el registro noticioso de los fallos condenatorios, pero poco o nada sirven para evitar que jefes de Estado usen el aparato represivo para dar rienda suelta al odio que profesan hacia los defensores de los DDHH.  En juego está la legitimidad del Estado. Para el caso colombiano y por su carácter criminal, el Estado arrastra una histórica ilegitimidad que supera las 13 condenas que lleva a cuestas. 




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