Por Germán Ayala Osorio
La extensión en el tiempo del conflicto
armado interno y su evidente degradación fue posible gracias a factores propios
de una difícil y compleja guerra de guerrillas, a históricos problemas logísticos
y de equipamiento de las fuerzas militares, al poder corruptor del narcotráfico
y por supuesto a la connivencia de policías y militares con las guerrillas, con
las que negociaron en el pasado y en el presente la entrega de armamento y
pertrechos, lo que sin duda desdibuja el discurso patriótico propio de políticas
como la Seguridad Democrática de Uribe o la Paz con Legalidad del presidente-títere,
Iván Duque Márquez, así como el sentido de la doctrina del enemigo interno. No
puede llamarse “enemigo interno” a las fuerzas irregulares cuando hay militares
que hacen negocios con varios de sus miembros. Estaríamos, entonces, ante una
realidad simulada en territorios en los que los medios masivos registran
combates, desplazamientos y hasta muertos de ambos bandos, cuando esas armas de
la República fueron vendidas por las propias tropas.
La “pureza” ideológica y política
de los ejércitos enfrentados, legales e ilegales, poco a poco se contamina por los
intereses individuales de militares por conseguir dinero y amasar riqueza, mientras
ocurren combates y se alimenta el discurso patriótico y anticomunista.
El presidente de la República puso
el dedo en la llaga con preguntas y señalamientos que deben ser recogidos por
la academia y por aquellos interesados en comprender la evolución o mejor, la involución
del conflicto armado colombiano. Lo dicho por Gustavo Petro Urrego, aunque no
es nuevo, sí constituye un llamado de atención a las demás instituciones del
Estado en la medida en que aporta a la consolidación de una narrativa oficial
que le resta aún más legitimidad a los grupos subversivos que mantienen su
lucha armada contra el Estado, al tiempo que pone en evidencia la existencia de
un ethos mafioso al interior del Ejército y la Policía nacionales.
En un escenario académico, y al
referirse a una nueva era del conflicto armado interno, Petro Urrego sostuvo que
“en esta fase el capitán del Ejército se alía con el que creían que era
el comunista, jefe de la Marquetalia II de la zona, y el capitán de la Policía
se alía ya con el de la Estado Mayor Central (EMC), y el de aquí con este, y la
EMC con las Autodefensas del Golfo para acabar con el ELN”. ¿Dónde está la
inteligencia ahí? ¿Dónde se está averiguando qué generales están en negocios
con las disidencias de la Farc para dividirse el negocio en una región
cualquiera? ¿Cómo llegaron las disidencias al Cañón del Micay, que se ha vuelto
tan famoso y que ordené tomar? ¿A tiros? Pagaron, y el Ejército retrocedió y
ellos entraron, en el Gobierno pasado”.
No demora la Oposición en salir a
descalificar las insinuaciones del presidente y comandante supremo de las fuerzas
armadas por considerar que afectan la moral de la tropa. Lo cierto es que hay
suficientes ejemplos y registros noticiosos de casos de suboficiales y oficiales
de mediana y alta graduación, metidos en la venta de armas, municiones y
pertrechos a las guerrillas. De esto se habla desde los años 80. Los
señalamientos de Petro tocan de manera directa al gobierno de Iván Duque y a la
cúpula militar de la época.
Lo expresado por el jefe del
Estado bien puede terminar por erosionar la confianza de la ONU y de los países
garantes y acompañantes en los procesos de diálogo que se adelantan con el ELN
y las disidencias de las Farc-Ep, por considerar que estarían validando un
conflicto armado interno desprovisto de lo más esencial: razones políticas e
ideológicas.
Si bien este gobierno ha hecho varias
“purgas” al interior del Ejército, la posibilidad de que haya hoy o lleguen en
los próximos gobiernos generales de la República interesados en hacer negociados
con los bandidos a los que deben combatir no solo es alta, sino inconveniente y
hasta peligrosa para la operación del Estado en el territorio nacional sin vetos
asociados a la entrega informal de zonas del país a las estructuras
delincuenciales. El cañón del Micay es el ejemplo que pone el presidente Petro,
pero sin duda alguna hay otras zonas del país en las que la presencia histórica
de las guerrillas bien pudo resultar de “transacciones” entre generales de la
República y comandantes de frentes guerrilleros.
Así las cosas, se confirma que la guerra es un lucrativo negocio y que más bien, tanto las guerrillas como policías y militares estarían al servicio de unos Señores de la Guerra (terratenientes, banqueros y narcos), interesados exclusivamente en sacar de los territorios a comunidades afros, campesinas e indígenas, catalogadas como obstáculos para el desarrollo económico anclado en la explotación de los ecosistemas naturales y de la transformación del paisaje natural, para dar vida a lo que muchos llaman “ecosistemas emergentes”.
¿Tendrá sentido continuar hablando de paz cuando guerrilleros y militares conviven, negocian tierras y armas?
Imagen tomada de EL TIEMPO
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