Por Germán Ayala Osorio
En las discusiones sobre si el Metro de Bogotá debe ser
elevado o subterráneo aparecen asuntos técnicos, presupuestales y por supuesto,
políticos, que no necesariamente se reducen a un conflicto de egos, aunque está
ahí la disputa entre la alcaldesa Claudia López Hernández y el presidente de la
República, Gustavo Petro Urrego. En los
elementos que corresponden al ámbito de la política, los medios de comunicación se encargan,
hábilmente, de soslayar un factor de fondo que no lo contemplan quienes le
vienen apostando a someter la operación del Metro, a las lógicas y dinámicas de
Transmilenio: el sentido de lo colectivo, del bien común.
Este factor de lo colectivo o del bien común deviene
problemático para quienes están interesados en hacer operar el Estado (local,
distrital, regional o nacional) únicamente desde los intereses privados y
corporativos. Es decir, favorecer económicamente a unos cuantos, en detrimento
de las aspiraciones de millones de habitantes y del sentido de lo colectivo que
debería arropar el funcionamiento del Estado.
Con la llegada de Petro al poder, este y sus más cercanos
colaboradores, tienen la idea de que es posible revertir más de 30 años de
operación de un Estado privatizado en su espíritu y accionar, en particular
cuando participa de grandes obras de infraestructura. Es posible hacer un breve
listado de obras civiles y de negocios que, inspirados en un Estado capturado
por mafias políticas (familias y clanes), naturalizaron que en lugar de
beneficiar a las grandes mayorías, dichas obras deben, per se, favorecer los
intereses de unas cuantas familias: la Ruta del Sol, el manejo de las basuras
en Bogotá antes de que llegara el alcalde Petro a tocar esos intereses y las concesiones
viales y los altísimos costos de los peajes.
Mientras se siga asumiendo que lo mejor para el país es
mantener los altos niveles de captura y privatización del Estado, las actuales
obras y las que vendrán en lo consecutivo, seguirán beneficiando a unos pocos,
aunque aparentemente parezca que mejorarán la calidad de vida de los
colombianos. Los casos de Transmilenio y el Mío, en Cali, y los otros sistemas
puestos en marchas en otras ciudades, entran dentro de esa condición. Haber
condenado a los capitalinos a los buses articulados, por el capricho y los
intereses, individuales y corporativos de Enrique Peñalosa, sirve de ejemplo
para explicar la negativa concepción del Estado que tuvo y que defiende aún
este ladino vendedor de buses; los mismos que defendió Claudia López Hernández y
los que defenderán Galán y Oviedo, si uno de ellos llega al Palacio Liévano.
Así, las diferencias técnicas y presupuestales alrededor de
obras civiles de gran calado como la construcción del Metro para Bogotá o de
vías 4 y 5G tienen en la concepción de Estado a su fuente principal y tema de
discusión que hoy las empresas mediáticas y los amigos del Metro elevado de
Bogotá evitan dar, justamente, porque su ethos no les permite reconocer en el
Estado a un actor político definitivo para generar condiciones de bienestar
para todos, incluidos los particulares, siempre y cuando se dejen de lado la
mezquindad y los acuerdos establecidos entre mafias políticas y firmas constructoras.
Quizás esté lejano el día aquel en que todos los colombianos
entendamos que continuar operando el Estado colombiano de la manera como se
viene haciendo, solo sirve para dividirnos más y por esa vía, consolidar el
individualismo, el “cvy”, el ethos mafioso y por supuesto, altos niveles de insatisfacción
social.
Imagen tomada de la Empresa Metro
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